Mes a mes, más pobres e indigentes por el flagelo de una inflación interanual exorbitante (+-60%), como por una indiferencia colectiva, la misma que los viene reduciendo a toda irrelevancia e invisibilidad. Oficialmente se nos informó que la pobreza llegó a un 35,4%, atrapando 14,4 millones de personas. En los últimos 12 meses, otros 3,4 millones de argentinos son nuevos pobres.
Siguiendo a Manfred Max-Neef y su “Economía descalza”, los economistas estudian la pobreza y la marginalidad desde sus cómodas oficinas, poseen todas las estadísticas y tendencias, desarrollan todos los modelos y están convencidos de que saben todo lo que hay que saber sobre la pobreza. Pero ellos no entienden la pobreza. Ese es el gran problema. Y en gran medida es también el motivo por el cual –como vemos- la pobreza aún existe e indignamente se expande, incrementa y pauperiza sin cesar.
Actuamos sistemáticamente en contra de las evidencias que tenemos. Conocemos todo lo que no debemos hacer. No hay nadie que no sepa esto. Especialmente grandes economistas, políticos y tales saben exactamente lo que no se debe hacer. Pero aun así, igual lo hacen.
Debemos vincular productores con consumidores, a usuarios con prestadores. Si lo logramos en el marco de una nueva economía solidaria civil desmercantilizada, no sólo nos alimentaremos mejor y tendremos mayor calidad en los servicios, sino que conoceremos cómo y de dónde provienen. De tal manera y en modo cooperativo, si logramos unir (sin intermediarios ni fines de lucro) productores y consumidores, prestadores y usuarios, los segundos podrían pagar hasta la mitad (o menos) de lo que se les exige actualmente; escenario que favorecería atemperar y reducir hasta eliminar la gran mayoría de las hirientes desigualdades e irrelevancias humanas que nos acongojan e interpelan.
A todo esto, si acaso una tierra incendiada -especialmente la Amazonía, Bolivia, África, Australia- no nos fuerza a actuar humanamente con el otro, sin duda la vida sobre la tierra cobra toda incertidumbre cuando, objetivamente desconcertados y perplejos, venimos observamos lo que está pasando en todos los rincones del planeta.
Alarma cómo la cantidad de catástrofes ha ido en aumento con “epifanías” múltiples y diversas: inéditos desprendimientos polares, deshielos, nevadas, tormentas, terremotos, erupciones volcánicas, inundaciones, tornados, huracanes, tormentas de viento y tierra e incendios con la perdida de billones de hectáreas de montes, bosques, fauna y flora de lo que no habría memoria ni estadística. En efecto, el mundo entero se enfrenta a un gran dilema: se pensaba que para sostener el desarrollo se necesitaba de un crecimiento económico y tecnológico veloz, pero ahora sabemos que esto puede traer consecuencias graves, sobre todo para el ambiente. ¿Cómo equilibrar entonces la imperiosa necesidad de compatibilizar crecimiento y desarrollo humano con la de garantizar sustentabilidad ecológica?
Sin titubeos, el único valor esencial para sostener una nueva economía consiste en que ningún interés, económico u otro, puede estar por encima de la reverencia de la vida, de todas las vidas: humanas, animales, vegetales. Todas.
El crecimiento importa y es útil en la medida que los factores demográficos no se tornen adversos y los desafíos medioambientales resulten infranqueables. Por eso mismo es hora de promover un crecimiento económico resistente, duradero, igualitario e inclusivo, esto es, sin irrelevantes ni invisibilizados. No se trata de “un sufrimiento de otros” cuando por acción u omisión, con nuestras inequidades, hemos expulsado a “los irrelevantes” a las peores intemperies, aquellas finalmente devoradas por “la cultura del descarte”, según la expresión acuñada por el papa Francisco.
Este momento de la historia humana reclama sin demora un timonazo histórico sobre lo cual luce acertado el sabio planteo de Manfred Max-Neef: todo político o economista debe subordinarse a un puñado de axiomas básicos sujetos al único valor esencial: I) La economía está para servir a las personas y no las personas para servir a la economía. II) El desarrollo es para las personas, no para las cosas. III) Crecimiento no es lo mismo que desarrollo y el desarrollo no necesariamente requiere de crecimiento. IV) No hay economía posible sin ecosistema apropiado y duradero. V) La economía es un subsistema de un sistema mayor y finito: la biosfera. Por ende, el crecimiento permanente e ilimitado es definitivamente imposible; en tanto el desarrollo humano es la liberación de posibilidades creativas con eficacia para vincular personas y oportunidades desde una mirada sin límites.
Finalmente, ojalá anhelar no haya más incertidumbres, desigualdades e indiferencia, tanto como lograr los objetivos de desarrollo sostenible que integran la Agenda 2030, sea mucho más que una esperanza y mucho menos que una utopía.
Investigador Cijs / UNC