Una de las consecuencias nocivas del enfrentamiento ideológico actual, fogoneado desde las usinas oficialistas en el marco de la denominada “batalla cultural”, es que ha desaparecido todo vestigio de racionalidad en el debate público. Es cada vez más difícil dialogar y encontrar puntos de consenso, y ya ni siquiera podemos ponernos de acuerdo en la interpretación de un dato estadístico. El ejemplo más reciente de esta “guerra discursiva” gira en torno a la cifra de pobreza difundida por el Indec días atrás.
Como se sabe, la pobreza es un fenómeno muy complejo y difícil de captar estadísticamente. Por eso se elaboran distintos índices que muestran diferentes aspectos o facetas de este flagelo social. El más conocido es el que da a conocer el Indec cada semestre. Se trata de un índice que mide la pobreza sólo en función de los ingresos monetarios. Y siguiendo este criterio, el organismo estadístico informó que durante el segundo semestre del 2024 la pobreza alcanzó al 38,1 % de la población, un dato que fue fervientemente festejado por los funcionarios del gobierno nacional.
Empero, este índice puede ser engañoso porque muestra que la pobreza crece mucho y rápidamente ante un proceso de alta inflación, como ocurrió en el primer semestre del año pasado, cuando el Indec informó que la pobreza había aumentado más de 11 puntos porcentuales, lo que implicó que 5 millones de personas que antes no eran considerados como pobres, de golpe pasaron a serlo. Ahora se dio el proceso inverso: Aparentemente, en apenas 180 días, 10 millones de personas que eran pobres ya no lo son. Así de simple, así de sencillo.
Estas fluctuaciones, tan marcadas y en tan breve lapso, se deben a que hay millones de argentinos (muchos de ellos, trabajadores) que hoy cuentan con ingresos levemente superiores a la línea de corte establecida por el Indec (que fijó en $ 1.057.000 el umbral de la pobreza) y, por lo tanto, no se los registra como pobres. Sin embargo, apenas se dispara la inflación, en especial, los precios de los alimentos (que es en lo que más gastan sus ingresos las familias con menores recursos), el índice que mide la pobreza aumenta rápidamente. Y lo mismo sucede al revés, cuando la inflación baja sostenidamente durante varios meses, esto se ve reflejado de inmediato en el índice de pobreza.
Ello no significa que, de pronto, 10 millones de personas pobres pasen a tener consumos propios de la clase media y una mejor calidad de vida, sino que sus ingresos (que siguen siendo bajos, aunque se ubiquen por encima de aquella línea de corte) determinan que ya no sean medidos dentro de los pobres, a pesar de que sus condiciones materiales de vida sean similares (o muy similares) a las que tenían anteriormente. Ninguna persona no puede ir y venir de la pobreza cada seis meses, no se puede ser pobre durante un semestre, salir de la pobreza al siguiente y luego volver a ingresar a ese indeseable grupo, tan fácilmente como lo muestran las estadísticas oficiales.
En forma concomitante, el Indec publica el índice que mide el consumo, que por lo general es soslayado en los análisis que se hacen acerca de la pobreza. Según este índice, se registró una baja considerable en el consumo durante el segundo semestre del 2024, y uno de los rubros que más bajó fue el consumo de alimentos (en algunos casos, con caídas que rozan el 20 %). Es contradictorio que baje la pobreza y al mismo tiempo la gente consuma menos alimentos. En otras palabras: Hay menos pobres, pero se come menos en Argentina.
Lo anterior tiene una explicación: Al bajar la inflación varios millones de personas “casi pobres” dejaron temporalmente de ser medidos como pobres, y siendo que el precio de los alimentos aumentó más que la inflación promedio, esos “casi pobres” no tuvieron dinero suficiente para adquirir una canasta alimentaria completa. Esto implica que, en realidad, los 10 millones de pobres no han dejado de existir, sino que simplemente están ocultos detrás del índice de pobreza, por el modo en que se efectúa dicha medición.
Ciertamente, hay otras formas de calcular la pobreza, hay otro índice, menos conocido pero más preciso, que mide la denominada “pobreza multidimensional” (la UCA se encarga de realizar periódicamente estas mediciones), es decir, que muestra las carencias básicas que tienen las personas, aunque sus ingresos sean levemente superiores a la línea de corte que divide a los pobres de los que no son considerados como pobres en base a sus ingresos dinerarios. Quienes sufren este tipo de pobreza no tiene acceso a bienes y servicios que se consideran indispensables para sostener una vida mínimamente digna, en concreto, no tienen agua potable ni cloacas, no cuentan con educación ni salud de calidad, además su alimentación es deficiente en términos de nutrición, lo que condiciona sus posibilidades de desarrollo (tanto físico como intelectual) de cara al futuro.
Lo más grave es que la “pobreza multidimensional” viene creciendo sistemáticamente en cada medición desde el año 2017, cuando se había logrado un piso del 26,7%. Actualmente, se ubica en el 41,6%. Es decir que 4 de cada 10 argentinos viven hoy sumergidos en la pobreza real (y uno de ellos padece de indigencia), sin que ningún malabar estadístico pueda hacerlos emerger de esa difícil y triste situación.
Debe recordarse que Alberto Fernández, al finalizar su gestión (en diciembre de 2023), dejó un índice muy alto de “pobreza multidimensional” (39,8%). Ahora está casi dos puntos por encima de aquel guarismo, tan solo un año después, lo que demuestra claramente que es falso que la pobreza esté bajando, como se ufana en sostener el presidente Javier Milei. Por el contrario, la “pobreza estructural” ha crecido constantemente en los últimos 7 años, atravesando gobiernos de distinto signo político, porque la pobreza no reconoce los colores partidarios. Lamentablemente, todo parece indicar que esa pobreza, que es la pobreza real, vino para quedarse en nuestro país.
Y mientras no se asuma que la pobreza está realmente creciendo ni se adopten medidas efectivas para combatirla de verdad, los argentinos no tendremos motivos, absolutamente ningún motivo valedero para festejar. Y menos aún aquellos que tienen la responsabilidad de gobernar.