Preludio: gloria y caída
Del triunfo prusiano sobre el segundo imperio francés, llave de la primera reunificación alemana contemporánea (1870) quedan símbolos como la “columna de la victoria” de reminiscencias grecorromanas, que los hombres del general De Gaulle quisieron tumbar sin suerte cuando la ocupación (el punto de encuentro de los ángeles en la famosa “Tan lejos, tan cerca”; Wenders, 1993). También, algunos signos. Berlín será capital imperial desde 1871; su población se multiplicará, pujante y progresista. Atraerá comercio, servicios y bancos de toda Europa. Sus universidades renuevan la filosofía, el derecho, la ciencia o la técnica.
En pocos años, Berlín alumbrará revoluciones culturales. Sobrevivirá a la humillante derrota en la Gran Guerra (1919) y como capital de la denominada República de Weimar, cargará metafóricamente sobre sus espaldas con la metamorfosis hacia el Tercer Reich (1933). Mientras sigue creciendo -con un pico demográfico de cuatro millones de almas- Berlín se blinda, se reviste de acero, mármol y soberbia. La “nación en armas” está lista para vengar al resentimiento.
Apenas en 1945, Berlín quedará reducida a ruinas. Hitler resistirá hasta que las bombas, 40.000 toneladas en las últimas dos semanas de guerra, durante la batalla final en la que mueren 78.000 personas -entre combatientes y habitantes-, tornen apenas habitable a la cuarta parte de la orgullosa y malherida metrópoli. Tony Judt aporta datos dramáticos: en un barrio suburbano, se censaron 181 hombres de entre 19 y 21 años y 1105 mujeres de la misma edad. Muchas de estas mujeres fueron violadas por soldados aliados, principalmente rusos -se sabe que Roosevelt no quiso problemas ni europeos occidentales victoriosos y le concedió a Stalin el privilegio-. Hubo miles de nacimientos provocados por estas relaciones no consentidas; también centenares de embarazos interrumpidos por las víctimas con gravísimas lesiones autoinflingidas por la falta de asistencia, pagadas incluso con la muerte. Sus monumentos fueron destrozados, como el alma de un pueblo que experimentaba en carne propia el sufrimiento que hasta poco antes repartía el ejército nazi.
Entre los restos humeantes o malolientes de escombros y basura, había más de 50.000 niños “perdidos” (sin familia, lastimados). Uno de cada cuatro murió en los meses siguientes de enfermedades como el tifus. Eran tiempos de trueque: el cigarrillo era la moneda fuerte, que servía para comprarlo todo; excelente rebusque para los soldados norteamericanos. Alemania toda era una inmensa plaza yerma, sobre la que se arbitraban divisiones que señalaban los conflictos por venir; el bloqueo militar de Berlín por la Unión Soviética, en 1948, inicia la Guerra Fría. Faltan unos años para que se asienten los ladrillos que corporizan al muro: pero éste ya era palpable.
Interludio: el año cero
Fue la crisis en la ciudad del dadaísmo y la Bauhaus, la que determinó el desenlace de dos estados germanos, apenas después de la desgarradora “Alemania, año cero” (Rosellini, 1948). De perfiles tan diferentes como contradictorios. La URSS apostó por lograr una Alemania comunista. Radicó industrias y ofreció espacios a académicos o artistas que estuvieran dispuestos a aportar al proyecto, fundamentalmente al revisionismo antinazi. Aunque la impopularidad de los rusos –exteriorizada en una cruda revuelta popular (1953) y el radical cambio de estilo de vida eran un contrapeso importante. El lado occidental no se quedó atrás, y aunque demoró más en encontrar el rumbo (el desafío era lograr una Alemania “confiable” y los aliados se tomaron su tiempo), finalmente alcanzó su dinámica. Los orientales se quedaron con la Universidad Humboldt. Los occidentales, hicieron nacer la Universidad Libre (1948).
Nuevos actos: los ladrillos, la atracción, la inspiración
Berlín fue un enclave occidental dentro de la Alemania comunista. El sector bajo dominio de Inglaterra, Estados Unidos y Francia funcionaba como una “ciudad-estado” (como la CABA aunque sin status de capital). Barata por los subsidios -que abrumaban a sus controlantes-, permitía comunicaciones fluidas entre ambas dimensiones.
Mosaico permeable al espionaje, las comparaciones y, desde la vereda de Moscú, una creciente amenaza ante la consolidación de nuevas ambiciones de la Alemania Occidental. Nikita Jruschov, sucesor de Stalin y gran estratega, tenía claro que si seguían drenando hacia Occidente, por los pasillos berlineses, los europeos del Este, se complicaría su proyecto de rediseño del imperio comunista frente a los “halcones” del PC soviético. Habrá amenazas diversas, pero tras una cumbre en junio de 1961 entre el mandatario soviético y el entonces presidente norteamericano John F. Kennedy, se descomprimirá la tensión; como por arte de magia comenzará a levantarse un muro, por los soviéticos, en agosto.
Las expresiones occidentales de sorpresa y cuestionamiento fueron notables y extendidas, aunque en privado, las consideraciones fueran otras, incluso laudatorias. Las grandes potencias del mundo seguirán su carrera, con crisis severas, como la cubana de 1962, pero firmes en jugar un juego de a dos, pronto sin los grandes animadores de entonces: Kennedy, asesinado en 1963; Jrushov, destituido en 1964. Eso sí, el muro siguió allí.
(Sigue el martes próximo)