En su último libro, gestado en circunstancias bien difíciles, el sociólogo Boaventura de Sousa Santos señala que «la pandemia actual no es una situación de crisis claramente opuesta a una situación normal», al tiempo que aclara que «cuando la crisis es pasajera, debe explicarse por los factores que la provocan; [mientras que] cuando se vuelve permanente, la crisis se convierte en la causa que explica todo lo demás».
Hay dos elementos importantes aquí. La falsa creencia que teníamos hasta la llegada del coronavirus acerca de la vida que llevábamos y que presumíamos como normal; tanto es así que hoy se habla de «nueva normalidad» y se marca un hiato en marzo, como si de un cambio de una época se tratara. Tenemos que repensar eso de ser normales o no, porque ahora que nos vimos en el espejo, descubrimos muchas de nuestras carencias y corremos el riesgo de dejarnos encandilar por algo que no volverá a repetirse por más que lo queramos. Por otra parte, «desde los 80, a medida que el neoliberalismo se impuso como la versión dominante del capitalismo y este se sometió cada vez más a la lógica del sector financiero, el mundo ha vivido en un estado de crisis permanente. Una situación doblemente anormal».
Esta idea de «crisis permanente» es el segundo elemento digno de considerar porque se trata de un claro oxímoron ya que una crisis es un estadio crítico emergente y por lo tanto no puede extenderse más allá de un plazo acotado. Aunque estemos acostumbrados a las crisis económicas, no nos sucede lo mismo con las sanitarias, por lo que el confinamiento en el que estamos inmersos nos da una sensación de infinitud que solo aumenta el malestar.
Pero además de diferenciar la crisis de la vida normal, como lo hace el pensador portugués, su planteo va más allá. Nos dice que hay dos tipos de crisis, las así llamadas graves y agudas”, que se caracterizan por su letalidad e impacto en los medios de comunicación y los poderes políticos, resolviendo las consecuencias sin afectar sus causas; y aquellas otras, de mayor hondura, a las que denomina severas pero de progresión lenta, que tienden a pasar desapercibidas incluso cuando su letalidad es exponencialmente mayor» y cuyas causas son profundas y estructurales. Para el autor, la crisis del Covid-19 se ubica en el primer grupo, mientras que la crisis climática que le está estrechamente vinculada forma parte del segundo.
Como vemos, estamos delante no solo de un oxímoron, sino también de una paradoja que encierra una ironía. La retórica nos presta recursos para generar estas asociaciones productivas. Y como la literatura también lo hace eficazmente, convocamos a escena al escritor portugués Gonçalo M. Tavares, que durante la pandemia escribió un Diário da Peste” que hizo funcionar como sismógrafo, registrando los altos y los bajos de esta experiencia inusitada. Nos detengamos, por caso, en la entrada del 8 de junio: «Los días de oscuro-oscuro han pasado a claro-oscuro, y el diario sigue el transcurso de ese animal que no se ve, del sol. Un diario con el ritmo oriente-poniente de los días». O esta otra línea: «hoy, en la calle, un brillo triste en las cosas. El sol cae sobre las personas, los animales y las plantas y no se refleja. Cae sobre los humanos, el sol, y resbala». Estos registros hablan de ese cambio de condiciones atravesados por la desazón y la incertidumbre que se apoderó de nosotros durante la cuarentena y que se hace más evidente en un pasaje del 15 de junio, cuando el autor nos confiesa que «la normalidad sufre estremecimientos o por lo menos modificaciones sucesivas».
En Tavares, la crisis no se rige exclusivamente por protocolos y tampoco se mide por estadísticas, aunque estas sean necesarias, sino que se interioriza, se evidencia en los pequeños gestos de cada día y en la sinrazón de cada acto en busca de sentido. No porque él no sepa que los condicionantes políticos y sociales funcionan como caja de resonancia del enorme sistema capitalista: «La economía mundial vive la peor crisis desde la Gran Depresión, advierte el FMI», sino porque el horizonte de intelección de lo humano lo detecta mejor y nos dice dónde estamos parados.
En esos 90 días que dura el diario, las emociones son encontradas. Hay muchas páginas dedicadas al miedo, y algunas otras describiendo sus efectos nocivos. «El miedo aparece rápidamente bajo los abrigos y los vestidos» (30-03). Probablemente sea la sensación más dominante en los primeros meses hasta que se consigue revertir, o al menos, adulterar su jerarquía. Así, el 05-05 el diario asume que los chacales que tomaron la ciudad –como los hombres a los que reemplazan- «tienen hambre, ya no tienen miedo» y que «con hambre y sin miedo hasta una piedra es peligrosa». El miedo se metamorfosea en necesidad y la necesidad mueve las pulsiones primitivas. Asoma la ferocidad y la intolerancia, para luego cargarse de angustia otra vez y hundirse en la desesperación o la inercia. El otro, el semejante, puede ser una fuente de contagio, lo que reduce enormemente el contacto y la proximidad.
No faltan, claro, ni sentimientos ni percepciones positivas. La esperanza se teje de cara al futuro que es promesa de otra cosa. Y alguna fe se organiza para vencer al pesimismo que a veces invade los territorios más noblesy más seguros, los de los afectos y el de la buena voluntad. Como su compatriota Boaventura, Tavares sabe que la crisis del coronavirus alcanzará un pico después del cual las cosas empezarán a ordenarse, dándonos la posibilidad de reconocernos de nuevo. Estaremos con un peso menos sobre las espaldas, pero no sin desafíos por delante. Las crisis severas de progresión lenta” continuarán exhortándonos hasta que la emergencia de otra amenaza grave y aguda” acapare nuestra atención y nos predisponga a hacerle frente.