La creación artística puede tener, en ocasiones, un fragmento de anticipación. Es como si pudiera estar, en virtud del trabajo creador, en dos tiempos al mismo tiempo. En dos lugares estando allí mismo, ante la vista aquí y ahora del espectador. Es que el pensamiento artístico se mueve a saltos, como la langosta, o en zigzag como la libélula, como el picaflor, como la mosca. Es por esto que suele irritar, o maravillar, a quien le presta atención. El pensamiento artístico conecta, sabe conectar, mundos demasiado distantes entre sí. Se diferencia en esto del pensamiento científico, que avanza como la tortuga, paso a paso, lógicamente, segura de sí misma, como el caracol.
Quizás sea útil una escena de una película, La zona”, de Andrei Tarkovsky: para avanzar en la zona y llegar salvos a destino, los protagonistas deben ir lanzando por delante de sí una piedra. Si la piedra no se hunde en el terreno en el que cae, entonces pueden avanzar ellos, caminando. Como si fueran los dos tipos de pensamiento, arte y ciencia, una parte avanza a saltos, y la otra caminando.
Hacia finales del año pasado, cerca del río que atraviesa la ciudad, una muestra de artes visuales pareciera haber anticipado el origen, la forma, el efecto, y hasta el escenario mismo de actuación de ese virus que en este momento se está ocupando de nosotros, los seres humanos. No es posible conocer las fuentes que inspiraron la muestra. A lo sumo describir ciertas formas y espacios, ciertos climas y sonidos. Y asombrarse ante las coincidencias. Reconocibles, eso sí, solo con el paso del tiempo. Vista desde hoy, esa muestra puede ser pensada, casi, como una profecía visual.
Era recomendable llegar caminando al local, como para ir entrando en clima. Justo al lado, apoyada en la puerta de un hotel de dos plantas, pintado de rojo furioso, una chica con la pollera no demasiado larga saludó al pasar: «Hola, papi». Le faltaban dos dientes. Nada indicaba que se tratara de una muestra de salón: había que tirar de una piola para que a uno le abrieran la puerta, y sobre la mesa no había sanguchitos de miga ni botellas de vino. Hacía calor, y el responsable de la muestra ofrecía agua a quien pudiera necesitarla. Los visitantes eran pocos. Quizás, los suficientes.
El espacio no era muy grande y el agobio se veía aumentado por la forma de trabajarlo: no solo las paredes a todos los niveles posibles, sino también el techo y el piso. Era como estar en una esfera del lado de adentro, prisionero entre una masa densa y oscura de objetos mecánicos, de sonidos mecánicos, de luces frías y contranatura de ciudad noctámbula.
Era un fragmento de cualquier ciudad, pero también de Córdoba, en Argentina, que 200 años después de San Martín y Bolívar, todavía recibe al rey de España como si lo fuera.
Estaban allí exhibidas, de manera patente, las formas del murciélago, el huésped del virus que lo transmitió al humano. Estaba también la esfera de superficie rugosa, que es la forma del patógeno. Y podía estar la muerte, si no de cada hombre o mujer en singular, sí de la especie humana misma, en la mecánica sonora de esos autómatas de ritmo invariable, carentes de toda ley orgánica.
La biología sabe, desde hace tiempo, que el amuchamiento de los seres vivos facilita el contagio masivo de enfermedades. La antropología sabe, también, que con la aparición de las ciudades en un momento de la historia de la Humanidad los contagios se hicieron más frecuentes, más rápidos y más mortíferos. Pareciera entonces que, en ciertas ocasiones, la distancia puede ser saludable.
Córdoba, en Argentina, recibe al rey como si lo fuera porque lo tiene alojado dentro de sí, como el Esclavo aloja dentro sí al Amo. ¿Y cómo lo hace? Repitiendo una y otra vez las prácticas que el hombre blanco trajo hacia esta tierra.
Diseñada o improvisada a partir de una visión del mundo nacida en ultramar, la urbanización de la ciudad que habitamos parece tender hacia la enfermedad. No hacia la salud.
La autopista que la circunda, por ejemplo, inversamente a lo que se cree, no siempre facilita la comunicación. También funciona como un anillo al interior del cual el hacinamiento es cada vez mayor.
Los cursos de agua que atraviesan la ciudad están dejando de ser tales, y se van transformado en asfalto, en cemento, en ladrillo. En calor y dinero. Para aquellas gentes, la tierra y el agua no son diosas sino cosas.