Hacia fines del siglo XVIII, como consecuencia de un duelo, el novelista Xavier de Maistre fue encerrado en una prisión. Decidido a que el aislamiento no frenara su escritura, se puso a redactar este precioso diario de viajes, con los límites físicos de la celda pero por los caminos infinitos de la imaginación. Publicado anónimamente en 1794, saltó de inmediato a la fama, fue lectura recurrente durante años y cada cierto tiempo vuelve a las mesas de novedades. Un clásico. Esta pequeña odisea demuestra que el aislamiento no debe ser necesariamente un límite para la creatividad. En las difíciles situaciones a las que nos ha obligado esta pandemia, nos ha parecido una buena lectura de verano para proponerles desde nuestro diario. Aparecerá en la antigua manera de folletines semanales durante enero y febrero.
IV
También Rosina vivía entonces lejos de mí. Le interesará a usted, sin duda, querida María, enterarse que a la edad de quince años era todavía el más amable de los animales y que la misma superioridad de inteligencia que la distinguía en otros tiempos de toda su especie le servía también para soportar el peso de su vejez. Habría yo deseado no separarme de ella; pero cuando se trata de la suerte de los amigos de uno, ¿se debe consultar sólo el placer o el interés propio? El interés de Rosina era dejar la vida ambulante que llevaba conmigo y disfrutar, en fin, en los días de su vejez, un reposo que su amo ya no esperaba más. Sus muchos años me obligaban a hacer que la llevasen en brazos; creía que era mi deber concederla su retiro. Una hermana religiosa se encargó de tener cuidado de ella mientras viviera, y sé que en este retiro ha disfrutado de todas las ventajas que sus buenas cualidades, su edad y su reputación la habían hecho con tanta justicia merecer.
Y puesto que tal es la naturaleza de los hombres que la felicidad parece no estar hecha para ellos, puesto que el amigo ofende al amigo sin querer y los mismos amantes no pueden vivir juntos sin regañar; en fin, puesto que desde Licurgo hasta nuestros días todos los legisladores han fracasado en sus esfuerzos para hacer felices a los hombres, tendré, por lo menos, el consuelo de haber hecho la felicidad de mi perra.
V
Ahora que ya he contado al lector los últimos rasgos de la historia de Joannetti y de Rosina, no me queda más que decir algunas palabras del alma y de la bestia para quedar perfectamente en regla con él. Estos dos personajes, el último sobre todo, no representarán en adelante un papel tan interesante en mi viaje. Un amable viajero, que ha seguido la misma carrera que yo, pretende que deben estar cansados. ¡Ay! Tiene razón que le sobra. No es que mi alma haya perdido nada de su actividad, por lo menos en cuanto pueda darse cuenta de ello, sino que sus relaciones con la otra han cambiado. No tiene ésta ya la misma vivacidad en sus réplicas; no tiene ya… ¿cómo explicar esto?… Iba a decir la misma presencia de espíritu, como si una bestia pudiera tener espíritu. Sea como quiera, y sin entrar en una explicación dificultosa, diré únicamente que, llevado por la confianza que me mostraba la joven Alejandrina, la había escrito una carta bastante cariñosa y no tardé en recibir una contestación cortés, pero fría, que terminaba con estas mismas palabras: «Tenga usted la seguridad, señor mío, que conservaré siempre hacia usted los sentimientos de la más sincera estima.» ¡Cielos santos!, exclamé al leer estos renglones; mi perdición es segura. Desde aquel día fatal me resolví a no volver más a sacar a relucir mi sistema del alma y de la bestia. Por consiguiente, sin distinguir entre estos dos seres y sin separarlos, los haré desfilar, el uno llevando al otro, como ciertos mercaderes sus mercancías, y viajaré todo en una pieza para evitar todo inconveniente.
VI
Sería inútil hablar de las dimensiones de mi nuevo cuarto. Se parece tanto al primero, que se les confundiría al pronto, si por una precaución del arquitecto no tuviese el techo una inclinación oblicuamente del lado de la calle, dando al tejado la dirección que exigen las leyes de la hidráulica para dar salida al agua de la lluvia. Recibe la luz por una sola abertura de dos pies y medio de ancho por cuatro pies de alto, estando unos seis a siete pies aproximadamente por encima del piso, y se llega hasta ella por una escalerilla.
La elevación de mi ventana por encima del suelo es una de las circunstancias favorables, que pueden ser debidas lo mismo al azar que al genio del arquitecto. La luz casi perpendicular que extendía por mi recinto le daba un aspecto misterioso. El antiguo templo del Panteón recibe la luz de una manera análoga. Además, ningún objeto exterior podía distraerme. Semejante a los navegantes que, perdidos en el vasto océano, no ven más que el cielo y el mar, yo no veía más que el cielo y mi cuarto, y los objetos exteriores más cercanos sobre los cuales podía llevar mi mirada eran la Luna y la estrella de la mañana; lo cual me ponía en una relación inmediata con el cielo y daba a mis pensamientos un vuelo elevado, que jamás habrían tenido de haber escogido mi vivienda en un piso bajo.
La ventana de que he hablado se elevaba por encima del tejado y constituía un precioso ventanillo. Su altura sobre el horizonte era tan grande, que cuando los primeros rayos del Sol venían a iluminarla, todavía la calle permanecía envuelta en sombras. Así es que también disfrutaba de una de las más hermosas vistas que pueden imaginarse. Pero las vistas más hermosas acaban pronto por cansarnos cuando se contemplan con demasiada frecuencia; los ojos se habitúan y se acaba por no hacer ningún caso. La situación de mi ventana me preservaba también de este inconveniente, porque no vela nunca el magnífico espectáculo de la campiña de Turín sin tener que subir cuatro o cinco escalones; lo cual me procuraba un goce siempre vivo, porque era poco frecuente. Cuando, cansado, quería proporcionarme un agradable recreo, terminaba mi jornada subiéndome a la ventana.
Desde el primer escalón no veía aún más que el cielo; no tardaba en aparecer ante mis ojos el templo colosal de Supergio. La colina de Turín sobre la cual descansa se iba elevando poco a poco ante mí, cubierta de bosques y de ricos viñedos, mostrando con orgullo al sol poniente sus jardines y sus palacios, mientras que unas viviendas sencillas y modestas parecían esconderse a medias en los valles para servir de retiro al hombre prudente y favorecer sus meditaciones.
¡Preciosa colina! Me has visto con frecuencia buscar tus retiros solitarios y preferir tus senderos apartados a los paseos brillantes de la capital; me has visto con frecuencia perdido en tus laberintos de césped, escuchando el trino de la alondra matinal, lleno el corazón de una vaga inquietud y del deseo ardiente de fijarme para siempre en tus valles deliciosos. Te saludo, preciosa colina; ¡estás grabada en mi corazón! ¡Ojalá el rocío celeste haga, si es posible, tus campos más fértiles y tus bosquecillos más frondosos! ¡Ojalá tus habitantes puedan disfrutar en paz de su felicidad y tus senderos sombreados series favorables y saludables! ¡Ojalá, en fin, tu tierra dichosa pueda ser siempre el dulce asilo de la verdadera filosofía, de la ciencia modesta, de la amistad sincera y hospitalaria que yo he encontrado en ella!
VII
He comenzado mi viaje a las ocho de la noche en punto. Hacía buen tiempo y prometía hacer una hermosa noche. Había tomado mis precauciones para que no me molestaran las visitas, que son muy raras en las alturas en que vivía, en las circunstancias, sobre todo, en que me encontraba entonces y para estar solo hasta medianoche. Cuatro horas bastaban ampliamente para la ejecución de mi empresa, no queriendo hacer esta vez más que una simple excursión alrededor de mi cuarto. Si el primer viaje ha durado cuarenta y dos días es porque no había dependido de mí hacerlo más corto. No quería tampoco sujetarme a viajar mucho tiempo en coche como antes, persuadido de que un viajero pedestre ve muchas cosas en que no se fija el que va en diligencia. Resolví, pues, ir alternativamente, y según las circunstancias, a pie o a caballo, nuevo método que todavía no he dado a conocer y cuya utilidad pronto habrá de verse. En fin, me proponía tomar notas por el camino y escribir observaciones a medida que las fuera haciendo, para no olvidar nada.
Con el fin de poner orden en mi empresa y darle una probabilidad más de buen éxito, pensé que debía comenzar por redactar una epístola dedicatoria y escribirla en verso para que resultara más interesante. Pero tropezaba con dos dificultades que estuvieron a punto de hacerme renunciar a ello, a pesar de todas las ventajas que podía proporcionarme. La primera consistía en saber a quién había de dirigir la epístola; la segunda, cómo me las compondría para hacer versos. Después de haber maduramente reflexionado, no tardé en comprender que sería razonable escribir primero la epístola lo mejor que pudiera y buscar luego alguien a quien pudiera convenir. Puse en seguida manos a la obra, y trabajé más de una hora sin poder encontrar una rima al primer verso que me había salido, y que quería conservar porque me parecía un feliz hallazgo. Me acordé entonces muy oportunamente haber leído en alguna parte que el célebre Pope no escribía nunca nada interesante sin verse obligado a declamar un buen rato y en voz alta y a ir y venir de un lado a otro en su despacho para excitar su vena poética. Traté en el acto de imitarle. Cogí las poesías de Ossian y las recité en alta voz, paseándome por la habitación a grandes pasos con el fin de elevarme al entusiasmo.
Vi, en efecto, que este método exaltaba insensiblemente mi imaginación y me daba un sentimiento secreto de capacidad poética, del cual me hubiera aprovechado seguramente para escribir con éxito mi epístola dedicatoria en verso si, por desgracia, no me hubiera olvidado de la oblicuidad del techo de mi cuarto, cuya rápida inclinación hacia abajo impidió a mi frente ir tan lejos como mis pies en la dirección en que iba marchando. Me di tan reciamente con la cabeza contra aquella maldita pared, que sacudí el tejado de la casa; los gorriones que dormían sobre las tejas huyeron espantados y el golpazo que recibí me hizo retroceder tres pasos por lo menos.
VIII
Mientras me paseaba de este modo para excitar mi inspiración, una mujer joven y bonita, que vivía en el piso de abajo del mío, extrañándose del ruido que hacía, y acaso creyendo que daba un baile en mi cuarto, envió a su marido para enterarse de la causa del ruido. Estaba yo todavía aturdido del golpe que me había dado, cuando se entreabrió la puerta. Un hombre de alguna edad, que tenía una cara melancólica, adelantó la cabeza y echó una mirada curiosa en mi cuarto. En cuanto pasó la sorpresa que le produjo verme solo le dejé hablar: «Mi mujer tiene jaqueca, caballero —me dijo con tono de enfadado—; permítame usted que le advierta que…» Inmediatamente le interrumpí y mi estilo se resintió de la elevación de mis pensamientos. «Respetable mensajero de mi hermosa vecina —le dije en el lenguaje de los bardos—: ¿por qué tus ojos brillan bajo tus pobladas cejas como dos meteoros en la selva negra de Cromba? Tu hermosa compañera es un rayo de luz, y yo moriría cien veces antes que querer perturbar su reposo; pero tu aspecto, ¡oh, respetable mensajero!… Tu aspecto es sombrío como la cintra más alta de la caverna de Camora, cuando las nubes, amontonadas, de la tempestad oscurecen la faz de la noche y pesan sobre las campiñas silenciosas de Morvem.»
El vecino, que por lo visto no había leído nunca las poesías de Ossian, tomó equivocadamente el arrebato de entusiasmo que me animaba por un acceso de locura, y me pareció bastante confuso. Mi intención no era ofenderle; le ofrecí asiento y le rogué que se sentara; pero advertí que se retiraba lentamente y se persignaba, murmurando entre dientes: E matto, per Baceo, e matto. (Está loco de remate, por Baco, está loco de remate.)
(continúa el próximo martes)