No era de extrañar que fuéramos pocos los presentes en el velatorio: nadie en su sano juicio podía lamentar la muerte de alguien como Renata. Si estábamos ahí era porque su hija Elvira, la única que la había querido, nos daba lástima: nadie sabía cómo iba a hacer para seguir viviendo sin su mamucha, sin esa autoridad que le organizaba la vida. La sierva eterna, privada de su ama, podía volverse del todo loca, o hasta intentar matarse. No queríamos que se matara, no hasta que, al menos, pusiera sus papeles en orden.
Conversábamos en la sala contigua al féretro, sin preocuparnos por hablar en voz baja, porque Elvira ya estaba casi sorda. Sobre una mesa había un termo con café y platos con galletitas que habíamos vaciado ya varias veces, y que un empleado de la funeraria reponía de inmediato. Daban un buen servicio.
Un cortinado grueso nos separaba del ataúd. De ese lado, la única presencia permanente era la de Elvira, la niña vieja. Al llegar se había tendido sobre la madera del féretro, y, varias horas después, ahí seguía. No había querido comer, sentarse, o ir al baño siquiera. Era evidente que consideraba cualquier comodidad concedida a su cuerpo como una falta hacia la mamucha muerta, algo no muy distinto, en rigor, a lo que había hecho durante décadas con Renata viva. La oíamos rezar, entre hipos y ayes, o a veces golpear la madera, pero de tanto en tanto se hacía un silencio. Desde donde estábamos no era posible saber si en esos momentos seguía consciente o había perpetrado uno de sus desmayos de telenovela mal actuada. Yo era el sobrino preferido de la desconsolada, por lo que había sido designado por lo demás como su centinela. Así es que me acercaba de a ratos, le palmeaba la espalda o le hablaba fuerte en la oreja. En una de esas ocasiones la encontré casi montada al féretro, inconsciente. Se había desmayado al revés, hacia adelante, porque detrás no tenía sillones donde caerse cómoda. Le clavé, no sin placer, el dedo índice entre las costillas; con un chillido, ella se enderezó para mirar de inmediato la otra punta del féretro. Yo miré también: la cara de la muerta, ya ambarina e hinchada, todavía parecía a punto de dar alguna orden, o de idear alguna maldad nueva. Su nuevo estado no le había hecho perder el gesto arrogante de siempre y hasta las manos, entrelazadas a la altura del pecho y sosteniendo un rosario que, de ser cierta la presencia divina en el mundo, debió incendiarse, daban la impresión de querer agredir, lastimar. Recordé que le gustaba causar daño físico, que pellizcaba a su hija y pateaba a las mascotas cuando estaba de malhumor. A Elvira le dejaba a veces los antebrazos hinchados, pero a ella ni se le ocurría protestar, o retirar el brazo siquiera. ¡Esta mamucha es de loca!”, decía ella, frotándose la zona herida, y eso era todo.
Con la vista en la nariz ganchuda de Renata, de pronto sentí una náusea leve. Había un olor ahí que no era el del desodorante de ambiente, ni el de la colonia barata de mi tía, era algo más denso, algo orgánico. Fuí hacia la otra sala por otra dosis de café, porque bien o mal hecho siempre me hace bien, opera en mí casi como el sexo, pero su influjo es menos intenso y problemático.
Creo que hablé con algún primo un rato, que él mencionó algo sobre las posesiones de la vieja, que yo me mostré escandalizado ante su insolente planteo.
Entonces oímos a Elvira. No gimoteó esta vez; en lugar de eso dio un grito tan fuerte, tan desesperado, que me puso la piel de gallina. Había enojo en aquel grito, y ella, hasta donde sabíamos, nunca se enojaba…se lo habían prohibido a muy temprana edad.
Me levanté de un salto de la silla y fui hasta el cortinado. Dos de las mujeres presentes se habían asomado, pero se limitaron a mirarla boquiabiertas, a sostener las telas, y fui yo, el sobrino preferido, el que ingresó a la sala del féretro.
Elvirita estaba sobre el ataúd, a horcajadas, y lo que en un principio me pareció un temblor general era en realidad el producto del enorme esfuerzo físico que hacía, porque tenía los brazos dentro de la abertura del cajón, y sobre sus muñecas había dos manos huesudas y amarillas. Los ojos de quien creíamos muerta, saltones como los de un perro pekinés, estaban abiertos de nuevo y miraban en torno repletos de furia. La boca intentaba morder las manos de su hija, que estaban cerradas alrededor de su cuello, y parecía tan capaz de hacer daño como antes: la breve estadía en la ultratumba no había aminorado su maldad.
–Quiere volver– dije–Vieja miserable, quiere volver.
Cuando di un paso adelante, entonces Elvirita levantó hacia mí la vista. La ternura perruna en los ojos y el pucherito resignado en los labios habían desaparecido. La que me miraba, subida al ataúd como a un toro mecánico de feria, era una mujer desesperada. Comprendí que, aunque ella nunca iba a asumirlo abiertamente, quería algunos años de libertad antes de ingresar a su propio cajón. Un poco de tiempo para ella misma, sin pellizcos ni gritos, sin órdenes en plena madrugada. Había rescoldos de razón, de orgullo, en aquel cuerpo achacoso todavía. Tenía que hacer algo.
Miré hacia atrás, vi que las mujeres que se habían asomado nos habían dejado solos. La cortina estaba cerrada, ocultando del todo el sector del café y las galletas. Llegué junto al féretro y miré a Renata, que con la boca abierta, exhibiendo los dientes que nunca había perdido (los malos son siempre más fuertes), serpenteaba entre las manos de su hija…me hizo acordar a los zombies de las películas de Romero. Sin mover a Elvira de su lugar puse mi puño entre sus manos, justo sobre la garganta de Renata. Me estremecí de asco, porque su piel estaba tan fría y pegajosa como la de un reptil, pero no cambié de postura e hice hacia abajo toda la fuerza posible, mientras con la otra mano sostenía a Elvira para que no hiciera caer el cajón. Por las dudas dije a media voz, a fin que me oyeran los del otro lado:
–¡Aceptalo tía! ¡Tenés que ser fuerte!¡Todos la vamos a extrañar!
Al rato, sentí quebrarse algo bajo mis nudillos. El brillo en aquellos ojos saltones se intensificó por un segundo y desapareció después, las manos amarillas dejaron de apretar los brazos de Elvira y cayeron sobre el pecho.
Levanté el puño, y vi que había dejado un moretón justo sobre la tráquea. Mientras se bajaba del ataúd Elvira, para cubrirlo, levantó el vestido de su madre a la altura del mentón. Renata nunca había tenido mucho cuello, nadie iba a notar la diferencia. Miré las manos de mi tía, y me alivió comprobar que no había sangre en ellas, porque eso hubiera sido difícil de explicar. Después de acomodarse la ropa, ella enlazó los dedos de su madre al rosario otra vez, al tiempo que yo, con el estómago revuelto y las piernas temblando, le cerraba al monstruo los ojos y la boca. Al terminar permanecimos en silencio, hombro con hombro, mientras recuperábamos el aliento.
Al rato oí su voz, la de siempre, ronca y aflautada por partes iguales.
–¿Salimos un rato? Me falta el aire acá.
Sin responder, le pasé un brazo sobre los hombros y la alejé del féretro. Cuando atravesamos las cortinas, los demás nos miraron en silencio, expectantes, como si esperasen de nosotros noticias funestas. Les dediqué una sonrisa acongojada, y avisé que salíamos un rato con Elvira. Está bien, está bien”, dijeron varios. Cuando nos íbamos, los oí atacar de nuevo el plato con galletas.
Fuimos a un bar que estaba en la esquina, en donde nos tomamos una gaseosa en silencio. Mi tía alisaba el mantel sucio de la mesa una y otra vez, por inercia servil, abría cada tanto la boca en forma de O y proyectaba los labios. Recordaba a un pez recién extraído del agua, pero era un gesto que usaba cuando estaba por dar inicio a lo que consideraba una declaración importante, y que con frecuencia no lo era en absoluto. Pero no dijo nada mientras estuvo en el bar, y fui yo el que comentó un par de nimiedades, porque aquel silencio me hacía sentir sucio.
Cuando ya nos acercábamos a la funeraria detuvo sus pasos y me palmeó el hombro.
–¿Sabés? –dijo– La casita en Necochea no la quiero alquilar más, los inquilinos siempre traen problemas. Y a mí ni siquiera me gusta el mar, vos sabés que iba porque le gustaba a la mamucha nada más.
Enlazó su brazo al mío y me miró a los ojos.
–¿Vos siempre tuviste ganas de vivir allá, verdad?
Los monos
A veces el viejo se agachaba de pronto, con la vista hacia arriba, y fingía desenfundar un arma.
–¡Los monos! –gritaba con su voz de bajo– ¡Compañía, dispérsese!
A continuación lanzaba granadas imaginarias en dirección a los árboles, disparaba a los pájaros entre las ramas con su dedo índice, y corría a esconderse al gallinero o la casa.
Mucho tiempo atrás, durante la guerra, se destacó por su bravura y su resistencia al dolor. Pese a no poseer formación previa, llegó a tener a su cargo una patrulla que combatía en lo más denso de la selva. Su familia escuchó, centenares de veces, anécdotas sobre trincheras e incursiones nocturnas; durante décadas, en los desayunos o las sobremesas, oyó al viejo hablarles de los monos”. Así llamaba a las fuerzas de elite enemigas que peleaban desde los árboles, y de las que en la penumbra sólo se veía el resplandor de los fusiles en lo alto. En una emboscada, «los monos» habían diezmado a su tropa, y a él le habían metido un balazo en la espalda que lo forzó al retiro. Bajaba la voz al hablar de aquello, movía las manos frente a él como si apartara maleza, y entornaba enojado sus ojos de tigre. Parecía creer al conflicto vigente todavía.
Con los años, el hombre dejó de percibir los límites entre el pasado terrible y el presente abúlico, y abandonó la mera narración de los hechos: empezó a revivirlos allí donde estuviera.
Mientras daba sus vueltas por el barrio, tomaba mate bajo el árbol de moras o daba de comer a las gallinas, entraba de a ratos en combate. Durante su delirio se lastimaba con frecuencia, pero no se quejaba nunca ni permitía que lo atendieran. Se curaba él mismo, con amarillentas vendas de la época.
Era flaco, correoso, de rasgos marcados y expresión altiva; aún se movía rápido, erguido del todo, tenía la fuerza de un hombre joven. Caminaba varios kilómetros a diario, y cuando en el verano lo tostaba el sol, a la distancia parecía tallado en madera. Hablaba poco, pero si lo hacía su tono ronco convocaba la atención de cualquiera. Su única chochera, la única cicatriz innoble que el tiempo había logrado, eran los combates imaginarios.
Dos de sus nietos vivían con él, dos adolescentes que no habían heredado nada de su brío, que corporizaban su negación misma. Eran flácidos, pálidos, de caras planas y difusas, como alteradas por un accidente, y voces agudas que destinaban a onomatopeyas la mayoría de las veces. Se movían como títeres en manos de un inepto, y su actividad principal era ver videos de choques de autos, compartir memes absurdos y engordar a base de comida chatarra.
El viejo les parecía un artefacto extraño, una forma viva incomprensible, y tras verlo repeler ataques invisibles, reírse de él se había convertido en otra de sus actividades favoritas. Lo espiaban, le escondían las cosas, le sacaban fotos dormido o en ropa interior y las subían a las redes sociales. Si se lo cruzaban en la calle apuntaban hacia él sus dedos, gruesos como corchos de sidra, y reían con las bocas muy abiertas, para dejar en claro su desprecio ante el barrio.
El viejo ni los notaba. Sabía que eran un error de su hija, una aceptada desgracia, y como siempre supo que de su buena sangre no tenían nada nunca trató de obtener su afecto. Desde que vivía gran parte del día en sus recuerdos había dejado de advertirlos; los tenía por objetos, cúmulos que alguien insistía en colocar cerca.
Un día ellos lo filmaron mientras se defendía de un ataque invisible en plena calle y lanzaba granadas hacia el almacén del chino. Al subir el video a Youtube tuvieron una enorme cantidad de visitas y comentarios que ellos consideraron brillantes. Después de la alegría y no sin dificultad, llegaron a concluir que podían hacer algo más que eso.
–Vamo a darle alto susto –dijo uno– nos disfrazamo de soldado y hacemo que lo atacamo de arriba el árbol.
El otro aplaudió la idea, y de inmediato fueron a la juguetería del barrio, donde robaron dos cascos y una ametralladora de juguete. La posibilidad de trascender como youtubers los alteró esa noche, y tuvieron que duplicar la dosis de hamburguesas para lograr dormirse.
A la mañana siguiente, se pusieron los cascos y fueron en silencio hasta el fondo de la casa. Uno se subió al árbol de moras, celular en mano, y el otro trepó al sauce junto al gallinero, con la cara tiznada y la ametralladora. Sabían que el viejo, después del desayuno, visitaba siempre a sus gallinas. Contenidas las risas, esperaron en lo alto, con los ojos saltones en dirección a la casa. Uno filmaba ya, el otro tenía el dedo en el gatillo de la ametralladora de plástico.
El viejo no se hizo esperar: apareció al minuto y caminó cabizbajo hacia el fondo. Sujeta a la cintura del pantalón iba su antigua radio AM y en una mano la caja de herramientas. Varios de los tablones del criadero llevaban años sueltos, al parecer se había decidido a repararlos.
Cuando pasó entre los árboles, el de la metralleta gritó:
–¡Mueran, mueran! –porque se imaginó que eso diría un soldado en el fragor del combate, y accionó su arma de plástico.
Cuando desde el ramaje emergió el ratatatatatatat chirriante del juguete, el viejo alzó la vista, y vio en lo alto el casco y un destello rojo.
–¡Los monos! –gritó– ¡Compañía, hacia el río!
Con rapidez increíble sacó de la caja un destornillador y lo lanzó hacia arriba. La herramienta se hundió hasta el mango en el pecho del gritón, que dejó caer el juguete y cayó en picada sobre el gallinero, donde arruinó otras dos tablas y aplastó a tres cluecas.
El que filmaba sobre el árbol de moras dejó caer su Samsung, corrió sobre las ramas como sobre terreno firme, pero un martillo que arrojó el viejo impactó en su cabeza y lo derribó sobre el terreno lindante. Los perros del vecino, que al parecer no estaban bien alimentados, se sorprendieron de ver caer entre ellos a aquella inesperada, rosácea ración extra, y sin dilaciones se otorgaron un breve, frenético festín.
El viejo recorrió la escena ceñudo, imperturbable, y recogió la ametralladora, el casco, el celular Después llevó a su oreja la radio a pilas y dijo:
–Aquí sargento Ordoñez. Emboscada abortada, equipo confiscado. Dos bajas enemigas.
Fabián García
(Buenos Aires, 1976) Vive en Ramos Mejía. Ha publicado un libro de cuentos llamado La lengua de los geckos (Editorial Muerde Muertos, 2019), y forma parte de la Antología Literaria 2020 de la revista La Balandra con su cuento La otra hermana. En marzo del año que viene saldrá a la venta su segundo libro de cuentos, que se titulará No juegues con eso y tiene una novela inédita, titulada El Santo de la Astilla, que espera publicar a mediano plazo.
La narrativa de Fabián García se caracteriza por un hábil manejo del humor negro y la fantasía macabra en un contexto de total verosimilitud. Aunque declara su preferencia absoluta por Borges, sus piezas breves tienen cierta afinidad con lo mejor del weird fiction europeo de entreguerras (Perutz, Meyrink, Strobl). Las dos dos narraciones que presentamos aquí, Los monos y Cómo llegué a propietario son un ejemplo perfecto de esa extraña conjunción estilística.