Empecemos por un dato que quizás haya pasado inadvertido: el 18 de agosto se estrenó en los cines de Argentina «Dragón Ball Super: Super Hero», de Akira Toriyama. Durante su primer fin de semana en cartelera, esta película de animé se convirtió en un éxito de taquilla por encima de producciones nacionales como «30 noches con mi ex». Sorpresa para algunos, obviedad para otros, la nueva entrega de la franquicia producida por Toei Animation está teniendo una amplia recepción tanto por parte del público argentino y latinoamericano como de los mercados de Estados Unidos, Europa y Asia.
Si detenemos la mirada en otras figuras y fenómenos populares en nuestro país, también podríamos advertir la creciente visibilidad que hoy tienen los productos japoneses. Así, tras la conquista de la Copa América a mediados de 2021, Emiliano «Dibu» Martínez, arquero de la Selección Argentina de fútbol masculino, declaró que era «Vegeta» y que cuando jugó con Messi se transformó en «Súper Saiyajin», en remisión a la serie de Dragon Ball Z para expresar que pudo mejorar la versión de sí mismo compartiendo entrenamientos con quien vendría a ser el protagonista «Goku»; el propio Lionel portó una gorra con una imagen de Vegeta. A su vez, exponentes del trap nacional como Duki y Cazzu mencionan diferentes elementos del animé en sus canciones y videos; cantantes como Bad Bunny y Rosalía exhiben en su música una inspiración en el país del sol naciente.
¿Por qué la cultura japonesa resulta tan atractiva en Occidente? Evitemos las explicaciones reduccionistas que restringen todo fenómeno vinculado con las industrias del entretenimiento a una lógica omnipotente de distribución de mercado, en sinergia con sectores editoriales como el manga o las historietas, videojuegos y ‘merchandising’ coleccionable. Para los fans del animé, no se trata solo de una oferta más del mercado, que por otro lado no todos eligen, sino más bien de una expresión artística y cultural alternativa: valoran su detallada calidad visual y narrativa en comparación con las historias de superhéroes de Marvel o las producciones infantilizadas de Disney, sus tramas diversas y realistas, complejas y profundas, matizadoras del maniqueísmo moral y focalizadas en enseñanzas particulares respecto de temas universales como la amistad, el respeto, la solidaridad, la responsabilidad, la justicia, la superación personal, la contradicción humana.
En efecto, son valorados por los consumidores como productos que permiten tomar contacto con otras concepciones sobre el mundo y la vida, un modo distinto de mirar, pensar y sentir que se vincula con la cultura nipona en general: sus tradiciones, mitología, naturaleza, tecnología, idioma, historia, gastronomía, moda, espiritualidad, artes, música, literatura. Al mismo tiempo, permiten socializar con pares con quienes tienen intereses compartidos y estimulan su creatividad.
Esto nos habilita una problematización de los persistentes sentidos de «rareza», «locura», «fiebre» e «inmadurez» que aún siguen circulando para catalogar el fanatismo por el animé como algo «peligroso» o como una «nueva moda pasajera» que, irónicamente, está por cumplir cuatro décadas. Tal persistencia nos exige revisar hasta qué punto estamos atravesando una aceptación generalizada de este consumo. Si bien convoca a multitudes compuestas por sujetos de todos los géneros, sectores sociales y edades, todavía genera controversias por sus asociaciones lineales con referencias sexuales, violentas e infantiles, juzgadas desde una mirada occidentalizadora y descontextualizada.
Quizás sea demasiado tajante sostener, como se hace desde algunas estimaciones, que para 2050 la sensibilidad de las estéticas y las narrativas japonesas va a desplazar el predominio global de la cultura estadounidense. Lo que sí podríamos arriesgarnos a afirmar es que las producciones culturales de Japón no parecieran ser un fenómeno transitorio ni superficial, sino que más bien llegaron para quedarse y seguir despertando nuestra mirada.