Sabemos que todos los libros tienen una historia singular pero no todos estuvieron tan al límite de no materializarse como el que aquí evocamos. A viagem do elefante [El viaje del elefante] de José Saramago fue escrito en dos fases entre 2007 y 2008 separadas entre sí por la enfermedad de su autor que, no sólo puso en riesgo su finalización cuanto la continuidad de su propia vida. En este breve artículo vamos a tratar de ponderar esos dos momentos y especular acerca de la transformación que puede haberse realizado durante ese viraje.
El primer dato del que nos podemos valer es de orden cronológico y lo aporta el mismo escritor como nota aclaratoria de su libro. Tiene que ver con la anécdota que desencadenó la historia, la que se produjo cuando Gilda Lopes de Encarnação, lectora de portugués en la Universidad de Salzburgo, lo invitó a cenar al Restaurante El elefante de esa localidad y, al ingresar, se sintió sorprendido por «unas pequeñas esculturas de madera puestas en fila» entre las que se destacaba la Torre de Belém de Lisboa, al lado de «varios edificios y monumentos europeos que manifiestamente anunciaban un itinerario». Al recibir la explicación de la profesora, tomó conocimiento de la existencia de «un elefante que, en el siglo XVI, exactamente en 1551, siendo rey Juan III, fue conducido desde Lisboa hasta Viena». Regresado a Lanzarote, el autor buscó información complementaria sobre el tema y advirtió que había allí algo interesante para contar, de modo que se concentró en esa tarea. Según Pilar del Río, la esposa, «José Saramago había recogido informaciones sobre los elefantes de la India – que son diferentes de los del África… sobre la mesa tenía los mapas de Europa. También había recogido documentos sobre la importancia que los animales desempeñaban en aquellos tiempos en la diplomacia entre los Estados».
El escritor tenía una rutina para la escritura que sólo se veía interrumpida en ocasión de sus múltiples y variados viajes. Nos cuenta, así, que después de avanzar en la redacción del texto, llegó al verano de 2007 con 40 páginas escritas que se dilataron por problemas de salud recurrentes. No mensurando la gravedad del cuadro, aceptó un viaje que tenía programado para Argentina por cuatro días en los que pretendía visitar Córdoba para recibir una distinción y llegado a la Capital, comprendió el error tremendo en el que había incurrido: «Prácticamente no comí … regresé de allí muy mal … entré en declive y empecé a descender al fondo. No sentí dolor, no puedo decir que sufrí; sólo tenía la impresión de que no estaba allí». Estaba claro que Saramago pensaba que se iba a morir y se animó a enfrentar a la muerte sin miedo e –inimaginablemente- con serenidad. Los últimos dos libros escritos antes de la enfermedad fueron Las intermitencias de la muerte en 2005 y Las pequeñas memorias en 2006. En el primero hace de la muerte un personaje de la trama; en el segundo, construye un retazo de su autobiografía a partir de la niñez. El desarrollo argumental de esas dos incursiones narrativas nos muestra a un hombre que sabe que le está llegando la hora [había atravesado ya la barrera de los 80 años] y que decide encarar de frente la finitud y sumergirse en sus memorias. Tanto así que logra articular ese puente y dimensionarlo en su justa medida: «Las intermitencias de la muerte describe algo visto desde fuera. El viaje del elefante, que no describe nada que me haya ocurrido a mí, está escrito desde dentro, y eso es lo que marca una gran diferencia entre los dos libros y hace que me sienta, en cuanto al Viaje, dentro del libro». Esta constatación modifica –en alguna medida- la materia ficcional con la que venía operando. Si, durante la primera fase, la historia referenciada por Gilda Lopes Encarnação funcionaba como leit motiv y tal vez, anclaje de la trama, la convicción con la que retoma la escritura después de su recuperación es otra. «Cuando volví a casa era una sombra. Mis piernas no eran capaces de sostenerme, así que imagínese andar… Veinticuatro horas después ya estaba sentado a la mesa trabajando… No era mi cuerpo el que quería escribir, sino mi cabeza. Esa idea –el hecho de no saber si podría acabar el libro- seguía aquí dentro. Lo primero que hice fue revisar todo lo que ya había escrito y corregirlo. Si me pregunta si tenía la cabeza para corregir, le diré que tenía la cabeza para lo que fuera. Cuando terminé las correcciones, enganché la historia y terminé el día 12 de agosto de 2008». Durante este proceso, Saramago empieza a referirse a su obra en otros términos: «El viaje del elefante está muy cercano a nuestra propia existencia y a nuestra propia identidad. El libro no hubiera sido escrito si la conclusión de la vida del elefante no hubiera sido como fue: le cortaron las patas para usarlo como recipiente de paraguas y bastones. Es una metáfora de la vida y de la vida humana». Como podemos reconocer, en esta segunda fase, pone el eje de su reflexión en el destino del elefante y no tanto en su historia milenaria.
A poco de terminar el libro, Pilar concluye la traducción y les escribe a los lectores de Saramago comunicando la noticia. En esa carta pública, hace estos señalamientos: «Escribir este libro no ha sido un paseo por el campo: Saramago comenzó esta tarea cuando estaba incubando una enfermedad que tardó meses en dar la cara y que acabó manifestándose con una virulencia que hizo que los más cercanos temiéramos por su vida. Él mismo, en el hospital, llegó a dudar de que pudiera terminar el libro. Sin embargo, siete meses después, Saramago, restablecido y con nuevos bríos, ha puesto el punto final a una narración que no sabe si llamar novela, y que cuenta el viaje épico de un elefante asiático llamado Salomón que, en el siglo XVI, tuvo que recorrer Europa por caprichos reales y absurdas estrategias» (Carta del 21-08-1008). Algún tiempo después, la misma Pilar en la Revista Blimunda, recupera el proceso de la enfermedad del escritor y lo resuelve evocando uno de los personajes del largo cuento que –de no ser por la explicación que da al respecto- tal vez sea ignorado. Nos hace saber, en este sentido, que alrededor de la página 89 «aparece un personaje desconocido que entra en la narración para contar su experiencia personal, aunque lo hace según la lógica literaria, como si fuera una historia dentro de la novela. Se trata de un hombre que se pierde en la niebla, expuesto al peligro, y que consigue salvarse porque oye los barritos del elefante… No creo que sean necesarias más palabras para entender que el hombre perdido en la niebla era José Saramago y que fue la llamada intempestiva de la historia que tenía que escribir, la que le dio la fuerza para superar los embates de la muerte. Ahora podemos afirmar categóricamente que El viaje del elefante salvó la vida del hombre que lo escribió».
En un corto video del lanzamiento oficial del libro en la ciudad de São Paulo el autor, ya con las marcas físicas del deterioro del último tiempo, explicita esa metáfora que ha venido delineando al escribir la historia y se concentra en «esas patas que habían caminado miles de kilómetros para llegar a Viena [y que] en el fondo eran una metáfora de la inutilidad de la vida» para derivar una conclusión inestimable: «no podemos hacer de ella [de la vida] más de lo poco que ella es». Con esas palabras, austeras y precisas, testimonia su visión del mundo y deja su legado, algo desesperanzador por lo visto, pero siempre lúcido hasta el tuétano.