Ocampo tenía un apoderado en estas tierras. Georges Vladimir Irman, actor, bailarín y conde nacido en Rusia. Escapado de su país natal cuando la Revolución de octubre. Entre los dos, el millonario argentino y el conde ruso, le daban a la estancia la estirpe de una nobleza inexistente en tierras igualitarias. El europeo, un defensor del Zar que huyó hacia la Argentina para evitar ser pasado por la guillotina de los bolcheviques, fue quien convocó a un tercer actor importante de esta historia: Charles Thays. Thays, el mismo del parque Sarmiento, del parque Lezama de la Capital Federal y el que diseñó, también en tierras porteñas, la nueva Plaza de Mayo. Acá, al pie del Pan de Azúcar, lejos de aquella urbanidad, en el secreto de las sierras y sin importar asuntos de flora nativa, implantó Thays especies foráneas que hoy, 100 años después, mueren de pie hasta que algún viento los derriba. La estancia fue el vivero de los robles y coníferas que después se exportaron al resto del país. Primero talaron todo y en cada viaje que el ruso hacía a las Europas, traía los ejemplares que buscaban implantar. Lo que hoy se ve en el Parque Sarmiento nació en el sacrilegio de los molles y churquis de las Sierras Chicas.
Un conde ruso y un millonario argentino. El paisajista más famoso del mundo. Y las seis hermanas Ocampo. Todos pasaban sus veranos pintando al borde de alguna de las piletas de natación, escribiendo poemas que regalaban a los niños de la peonada y navegando en la laguna artificial que tenía su propio embarcadero y botes esperando para zarpar. La laguna artificial, hoy cauce seco, se llenaba con agua del arroyo San Fernando que viajaba 4 kilómetros por una acequia de piedra y cal construida por los indios y criollos que se deslomaban todo el año para el descanso estival de los privilegiados.
La estancia no sólo era un palacio de lujo perdido en las sierras. Era, contaron quienes allí trabajaron, un pequeño pueblo donde vivían 60 personas trabajando para el goce de los patrones.
Patrones como Silvina y Victoria Ocampo, que cabalgaban libres y leían en los cientos de hectáreas que les pertenecían. Y, de acuerdo al recuerdo del pueblo trabajador, mantenían un buen trato con la peonada. Distinta es la memoria sobre el dueño y su apoderado ruso. Un trabajador de entonces supo recordar que los dos hombres solían sentarse a beber acompañados de una pistola calibre 22 y un rifle. Envalentonados, cazaban las corzuelas que hoy le faltan al monte serrano y alguna vez, pasados de ginebra, whisky o lo que sea -europeo pero lo que sea-, llegaron a matar los perros de los hijos de los peones. Retumba en las paredes del palacio abandonado el llanto de las crías cuando por diversión los nobles mataron a Fido, al perro Fido delante de sus dueños que no llegaban al metro y que lloraban al compás del olor a pólvora.
Borges, Yupanqui, Quirino Cristiani, la pareja Guido Buffo y Leonor Allende, Luis F. Leloir, Bioy Casares y otras glorias de la cultura y el conocimiento mundial supieron buscar sombra y compañía en la Estancia La Reducción. Que pese a su condición de paraíso escondido comenzó a decaer. En 1990 murieron las últimas herederas Ocampo y durante casi 20 años quedó al cuidado de la casera Magdalena Toledo. En el olvido quedó el probable interés de la ONU de recuperar el espacio tal como lo hizo con el palacio de los Ocampo en San Isidro, en función del aporte cultural a la humanidad que hiciera Victoria Ocampo.
En 2011, el hijo del conde ruso, mismo nombre que su padre, vendió el gran predio con la casona y los recuerdos a la minera El Gran Ombú S.A, que domina las montañas y sus vidas en toda la zona. Desde entonces, el desguace, el saqueo y la destrucción fueron permanentes. La vajilla de la aristocracia, los cuadros de Silvina, los libros de Victoria, los pisos, los sanitarios y hasta el plomo de las cañerías sacado a mazazo. Todo se robaron.
Quedaron las últimas historias. La historia del partero de las comechingonas: desde la comunidad de La Toma venían las mujeres originarias a parir a la Estancia. Y la leyenda del anillo. Del anillo de la condesa rusa, lista y dispuesta a casarse con su conde ruso. Conde ruso al que descubrió con otra y su anillo de prometida, que la condesa desprendió de su dedo anular y desde el balcón de la mansión lanzó a la fuente de aguas cristalinas. Una y mil veces buscaron el anillo de oro y diamantes. Una y mil veces vaciaron el cántaro gigante en busca de la joya. Jamás apareció. Quizás algún viejo peón de la estancia, deslomado por el placer de los ricos, supo resguardarlo. Si así fue, fue reparación histórica. Fue redención para aquellos que trabajaban todo el año para el placer de unos pocos.
Nota: El presente artículo fue compuesto con datos extraídos del trabajo académico Territorio, génesis del patrimonio comunitario construido, memorias de las luchas colectivas en defensa de lo serrano. Villa Allende, Córdoba, Argentina, de Joaquín Deon, Agustín Rojas, María José García, Beatriz Fernández, Emiliano Tulian, Juan Andrés Jones, Martín Ávila Vázquez y Lucía Deon.