El ser humano lleva un nombre que lo define y lo clasifica. Más allá de cualquier ciudad, país o territorio en el que viva, este distintivo lo consolida como un ser hablante, habitando un mismo suelo, con valores sociales y morales que deben ser respetados para la convivencia dentro del ámbito de la cultura.
Al mismo tiempo, contar con un nombre y un apellido nos diferencia de otro sujeto, haciéndonos singulares. Para ello, las instituciones que velan por este derecho están cargadas de pasos burocráticos que persiguen su concreción: uno de ellos es el Registro Civil, donde se labran partidas de nacimiento, actas de defunción, la configuración del Documento Nacional de Identidad, sumado a un largo listado de etcéteras.
El nombre propio no es sólo una sumatoria de palabras, trae consigo un pasado y un presente en el cual se mezclan la historia, los deseos, las expectativas y las vivencias particulares, propias de aquellos que pensaron nuestra existencia en este mundo mucho antes que nosotros. Toda esta carga cae sobre nuestra espalda desde el día uno que nacemos y, de este modo, asienta, siempre y cuando conozcamos nuestros orígenes, las raíces familiares, con sus costumbres, subjetividades y preferencias, que pueden ir desde el gusto por un deporte, una actividad laboral o una vocación.
El acto fallido en el corto argentino “Media hora”
Matías (Martín Slipak) y Sofía (Malena Sánchez) se conocen en un bar y, luego de algunos acercamientos propios de una seducción previa, se dirigen a la casa de él. Hasta aquí todo transcurre normalmente, hasta que se acercan a la cama: allí Matías comete un acto fallido, es decir, en vez de llamarla por su nombre, la llama por uno diferente. Desde el psicoanálisis, según Sigmund Freud, los actos fallidos, productos del habla, (“lapsus lingues”) serían formaciones del inconsciente. Sin embargo, y más allá de este apartado conceptual, Sofía se enfada y quiere irse de la habitación. Él insiste con que no se dio cuenta del error, pero todos los justificativos resultan inútiles: el inconsciente se manifestó y el hecho está consumado.
En realidad, Sofía, más allá de la ofensa en sí que puede suscitar que una persona -implicada emocional y afectivamente- te confunda con otro nombre, le reclama a Matías el haberla invisibilizado, tachado y borrado de su propio mundo.
Confundir su nombre es olvidar su origen y anular su pasado. El enojo refiere no sólo a un error, como dijimos anteriormente, sino a todo un componente personal, invalidado por completo luego de cometido el fallo. Si bien ambos se conocen esa misma noche en el bullicio y entremedio del alcohol y la gente, aceptar la llegada de un otro desconocido inviste el futuro de expectativas e incertidumbres diversas, introduciendo en el imaginario fantasías y planes que lo incluyen. Pero la intromisión del equívoco inserta un muro impenetrable en la potencial pareja, tirando por la borda todo lo que podría haber sido, advirtiendo que allí donde se establecía, al parecer, la construcción de un lazo no es más que un paso en falso.
En la edad adulta buscamos satisfacer necesidades que responden a nuestra propia condición humana. Según el sociólogo y psicoanalista Erich Fromm, estas necesidades se encuentran enraizadas en las dinámicas culturales: a las necesidades primarias, como pueden ser la alimentación y el abrigo, se le suman otras, de índole existenciales.
Por ejemplo, la búsqueda de trascendencia. Sofía, de esta manera, no sitúa su anhelo de trascendencia en Matías y la posibilidad que éste la ame como primera medida, pero sí establece un pacto tácito, en donde la fusión de miradas y el reconocimiento por un otro a descubrir serán el puntapié inicial. No obstante, a partir del lapsus, Sofía comprenderá que este pacto se ha roto, hallando así la ausencia de esa mirada constitutiva.
Bajo la dirección de Sebastián Rodríguez, el film se encuentra disponible en la plataforma Cine.ar Play.