Con la intención de indagar en la compenetración, el acople que se da entre la sensibilidad y la dimensión estética de una obra, el escritor y docente Pablo Maurette, conocido por las convocatorias multitudinarias para lecturas en los clásicos a través de las redes, se anima en el ensayo “Por qué nos creemos los cuentos” a explorar las estrategias de esa fábrica de verdad que es la ficción.
El libro recorre hitos de la literatura, la música y el arte -aunque se detiene especialmente en un cuento de Julio Cortázar y en una película de Quentin Tarantino- para desentrañar cómo se funda el estatuto de realidad de las creaciones artísticas, mientras apunta a responder la pregunta que inspira el título: ¿Por qué nos creemos los cuentos?
“No estamos locos, tampoco estamos soñando. En cierto modo, sabemos que estamos jugando -analiza, en una primera aproximación al comienzo del ensayo. Sabemos que el mundo ficticio del cuento, del film, del cuadro, está construido con ladrillos muy distintos de los que componen aquel que habitamos en carne y hueso, y sin embargo lo aceptamos como quien, al sentarse, acepta sin más la realidad de la silla”.
Explica por qué la compenetración es una suerte de encantamiento, analiza por qué aquellos que se jactan de no leer ficción en verdad “se creen otros cuentos” y advierte que el uso intensivo que le damos a tecnología hace que nos compenetremos profundamente con la vida en la ciberesfera.
Maurette tiene una licenciatura en Filosofía por la Universidad de Buenos Aires, un Master en Griego Bizantino por la Universidad de Londres y un Doctorado en Literatura Comparada por la Universidad de Carolina del Norte. Fue profesor de la Universidad de Chicago, becario de Harvard en el Centro de Estudios de Renacimiento Italiano en Florencia y es autor de los ensayos «El sentido olvidado: ensayo sobre el tacto» y “La carne viva», y de la novela «La migración». En 2018, con de esa impronta académica pero con la dinámica de las redes, lanzó #Dante2018, una lectura colectiva de la “Divina comedia” que se convirtió en un fenómeno viral, sumó lectores en todo el mundo y fue el puntapié de otras lecturas.
– Los humanos tenemos la capacidad de habitar varias dimensiones de lo real, somos anfibios. ¿Aquellos que se jactan no leer ficción creés que pierden estos planos o los habitan de otras formas?
-Pablo Maurette (P.M.): Los habitan de otras maneras. Los dogmas, las ideologías, las creencias heredadas en general funcionan en cierto modo como esos mundos de ficción que construye el arte. Uno se compenetra con ellas. La gran diferencia es que la compenetración con la obra de arte siempre es intermitente, estamos metidos en la ficción, pero seguimos enclavados en el mundo de las cosas. En el caso de los dogmas, las teorías conspirativas, las ideologías y demás, a no ser que la persona se esfuerce por relacionarse con sus creencias de manera crítica o ponerlas en cuestión periódicamente, se corre el riesgo de compenetrarse del todo y perder contacto con el mundo y con los otros. Esto se llama fanatismo.
– Durante la pandemia, se puso muy en juego aquello de que la cultura puede ayudarnos a salvar la vida en los momentos difíciles, pero a la vez la realidad se volvió bastante ficcional. ¿Cambiaron (o se reforzaron) algunas cuestiones en el vínculo entre la realidad y la ficción a partir de la pandemia?
-P.M.: No, no creo. Para nosotros, la pandemia es un fenómeno excepcional. Pero el ser humano vivió miles de pandemias, epidemias, guerras, hambrunas, catástrofes naturales y demás horrores. Esa capacidad de habitar varias dimensiones de lo real al mismo tiempo es algo que es propio de la naturaleza humana. En cambio, quizá la era digital y la ubicuidad de los dispositivos electrónicos sí han inaugurado nuevas formas de vincularnos con la realidad de las cosas.
– El tiempo que dedicamos a la lectura o la forma en la que miramos series y películas aparece cada vez más fragmentado o impregnado de las formas en las que la tecnología afecta el uso del tiempo. ¿Creés que esto modifica la forma en la que accedemos a la compenetración?
-P.M.: Seguro, sí. Se llama “impaciencia cognitiva” y es algo que me aterra. Leés tres páginas de un libro, llegás a un punto y aparte y mirás el teléfono. Ves media hora de una película en la computadora, ponés pausa y chequeás Twitter. ¡Es horroroso! Cuesta más compenetrarse, claro. No sé si es bueno o es malo. No sé si hace mal. A mí me desagrada porque pasé más de la mitad de mi vida sin celular, recuerdo esa otra vida. Pero, ¿nos estamos volviendo cada vez más idiotas? Eso no lo sé. Es ciertamente un cambio cultural importante y los cambios siempre generan inquietud. Otra cosa: nos cuesta quizá compenetrarnos con un libro o una película porque leemos y vemos de manera fragmentada, pero nos compenetramos profundamente con la vida en la ciberesfera. La capacidad de compenetración no se pierde, se dirige a otros mundos.
– ¿Qué mecanismos de compenetración en la ciberesfera encontrás similares a los que establecemos con la ficción?
-P.M.: Uno de los principales mecanismos mediante los cuales la ficción construye evidencia y facilita la compenetración es la creación de espacio. Esto es más obvio en las artes visuales, pero en la narrativa también el artista crea espacios. Es en estos espacios donde se produce el encuentro con el lector/receptor que luego da lugar a la configuración de sentido. La ciberesfera es una dimensión a la que accedemos en primera instancia a través de la vista. Las interfaces de usuario son estos espacios en los que se da la compenetración con las apps y demás. Un ejemplo muy concreto de cuán profundamente nos compenetramos con el contenido virtual es ese estupor, ese mareo, esa confusión espacial que experimentamos cuando, después de pasarnos un buen rato scrolleando Twitter o Instagram en el celular, levantamos la vista y miramos alrededor. Algo similar sucede cuando salimos del cine (eso cuando todavía uno iba al cine); esa disonancia espacial que produce un desbarajuste sensorial.
– En el libro definís a la compenetración como «una variación de la magia”. ¿Por qué elegiste esa comparación?
-P.M.: “Magia” se dice de muchas maneras. En la antigüedad y hasta el Renacimiento, el mago es medio teólogo y medio médico, o filósofo natural; alguien que conoce los secretos de las plantas y de las piedras. Hoy, un mago es un señor que saca conejos de la galera. Pero magia es también la creación artificial de vida. Pigmalión es el prototipo del artista-mago, pero todo artista al crear mundos auto evidentes, mundos que se sostienen en sí y por sí, practica una forma de magia. Y, en consecuencia, el compenetrarnos con una obra funciona como una especie de encantamiento. Es la aparición súbita de una dimensión de la realidad, un mundo alternativo, pero no por ello menos real, que se nos impone y que exige nuestra extrema atención.