En dos artículos anteriores publicados en HOY DÍA CÓRDOBA (31 de marzo y 14 de abril de este año) me detuve en la consideración de Ricardo Reis como heterónimo.
Parto del presupuesto de que Ricardo Reis es un sujeto ficticio que se responsabiliza por una de las voces en que se descompone Fernando Pessoa, el poeta de carne y hueso, y que, por este motivo, no es posible reconocerle existencia material salvo como marca o registro de escritura. Es curioso, pero –al abordar la obra de este escritor portugués del siglo XX y reparar en sus multiplicaciones- le dedicamos una importante porción de tiempo a quienes nunca existieron con el propósito de entender la obra firmada con esos nombres. Lo peor no es eso, sino el hecho de confirmar que, en ese recorrido, los asumimos ontológicamente como reales pese a su inexistencia. En el caso de Ricardo Reis, el sujeto ficticio que responde a ese apelativo, hay además una biografía que arranca con su fecha de nacimiento y que concluye con la de su óbito, debido a que un segundo creador intervino sobre el material disponible y le puso punto final a su historia imaginaria. Estoy aludiendo a José Saramago que, en “El año de la muerte de Ricardo Reis” (1984) asumió con creces ese desafío.
Ahora bien, hay una distancia importante en pensarlo como heterónimo y pensarlo como personaje; cuando se asume esta última dimensión, a diferencia de lo que sucede con la primera, los recursos de la poética están prestos para auxiliarnos y no es necesario sondear en los abismos escabrosos de la metafísica donde aquella nos instala.
La reflexión que pretendo realizar en estas líneas ancla en los interrogantes que despierta esta cuestión y se direcciona a pensar los conceptos de «real» y «ficticio» de cara a este fenómeno de inmaterialidad física. El planteo lo genera la lectura de uno de los textos más lúcidos del filósofo italiano, Giorgio Agambem, que se despiertan a raíz de la desaparición de Ettore Majorana.
Ettore Majorana era un joven físico de apenas 31 años que formaba parte del equipo de investigación de Enrico Fermi ocupado en experimentar la fisión nuclear y «la disgregación del átomo de uranio en fragmentos de un tamaño considerable». Los alcances del trabajo llevaron al equipo a reconocer la viabilidad de la bomba atómica y a presagiar sus efectos devastadores en el caso de ser utilizada. Los datos aportados en la búsqueda del joven hacen pensar que éste no tenía condiciones psíquicas para asumir semejante desafío y que, sometido a la presión de lo irremediable, decidió no sólo no interrumpir su participación en el proyecto cuanto instalar un hiato en su experiencia. Así se explica el camino seguido, el de la «súbita desaparición», adoptado como un modo de negarse. Aunque algunas versiones se orientan hacia la hipótesis de un suicidio y existen pocas pruebas materiales en que apoyarse, lo cierto es que Majorana embarcó el 25/3/38 en un buque de vapor rumbo a Palermo, y desde entonces no hubo más noticias, aunque existen certezas de que el pasaje de regreso fue efectivamente utilizado.
El análisis de Agamben se apoya en algunas consideraciones de la novela “La desaparición de Majorana” de Leonardo Sciascia pero va más allá. El filósofo no desconoce la implicancia teórica de las investigaciones del muchacho desaparecido con la física cuántica, y, asumiendo este costado disciplinar, se pregunta si no es posible pensar que la desaparición no es una consecuencia directa de un plan previamente pergeñado para demostrar la viabilidad del azar en circunstancias de este tipo. Porque el problema, razona Agamben, no radica en que el joven haya desaparecido, cuanto en la desaparición misma que no se puede explicar pese a la lectura rigurosa de los pocos datos con los que se cuentan. Sciascia presume que Majorana no se suicidó, pero que sí alteró los patrones de su existencia y que se refugió en un monasterio para huir de los propios miedos ante el resultado presumible de su investigación, por el terror que le inspiraba. Agamben no valora esta conjetura, pero tampoco está seguro de su muerte física; cree que el joven permaneció vivo durante un buen tiempo, aunque de otra manera, es decir, se «despersonalizó», asumió otra identidad. Uso esta palabra a propósito porque es la que explica la existencia de los heterónimos de la que aquí me ocupo. Lo cierto es que más allá de su existencia física en una forma u otra, «con la decisión de disolverse en la nada y de borrar toda huella experimentalmente comprobable de su desaparición, Majorana le planteó a la ciencia la pregunta que todavía aguarda una respuesta que no puede exigírsele y que, no obstante, es ineludible: ¿qué es real?».
El vuelo teórico de Agamben es agudo y probablemente radicalizado, pero se apoya en los presupuestos de la física cuántica con los que el joven parecía haber operado, esto es, la sustitución del concepto de «lo real» por las diferentes probabilidades que se abren a su paso desde que se abandona el paradigma determinista de la mecánica clásica. En este sentido, abolidas las causas, la desaparición, en sí misma, es «absolutamente real» porque sobran evidencias y «absolutamente improbable» ya que no puede confirmarse. Por esta razón, al interrogante retórico que Agamben se plantea durante el análisis, «¿es legítimo representar lo probable como si fuese algo existente?» le cabe una respuesta emparentada con el problema de una ontología de lo probable, o de lo posible «puesto que la probabilidad no es sino una posibilidad calificada de un modo dado». Esto es, la misma lógica que presupone la existencia de heterónimos.
La pregunta por lo real da en el corazón mismo de la heteronomía por las razones planteadas al comienzo y porque la probabilidad se instala como principio para explicar aquello que, muchas veces, lo real desdibuja en nombre de las posibilidades varias que abre y habilita. Al contrario de lo que le sucedió a Majorana, que se difuminó después de una vida concreta, los heterónimos son seres fluidos que se alojan en una dimensión de realidad compartida con todos nosotros pero de la cual se escanden. Para ellos también es válida la presunción de que son «absolutamente improbables» porque nunca existieron ónticamente, pero al mismo tiempo, «absolutamente reales» por las huellas materiales de la obra que dejaron.