En una de sus anotaciones de los “Cuadernos de Lanzarote”, de 1994, José Saramago señala que las novelas que había escrito hasta entonces tenían como objetivo constituirse en una «meditación sobre el error» y lo hace en estos términos: «La fórmula corriente –meditación sobre la verdad- es, sin duda, filosóficamente más noble, pero, siendo el error constante compañero de los hombres, pienso que sobre él, mucho más que sobre la verdad, nos conviene reflexionar». Así abre el espectro de sus preocupaciones de cara a la sociedad, y eso nos permite entender que, entre los personajes de su ficción, existe la posibilidad de un buceo en este orden.
Puestos en este lugar, ¿cuál es el error de Ricardo Reis? Como anticipamos en algunos artículos anteriores publicados en HOY DÍA CÓRDOBA (31/3/22, 14/4/22 y 10/5/22) hay dos formas de comprender a Ricardo Reis: como uno de los heterónimos de Fernando Pessoa, aquel que alude al poeta clásico que escribe odas conforme al modelo horaciano; y otra, la que construye Saramago en su novela de 1984 “El año de la muerte de Ricardo Reis”, transformándolo en un personaje que llega hasta 1936 y que sobrevive al autor por unos meses, para hacerlo testigo de la catástrofe que se avecina, antes de fundirse con él y hacerse de la misma finitud. Estos dos modos de aparición, sin embargo, están unidos por la misma lógica, y si queremos encontrar el error tendremos que entender el modo en que éste se ha parado ante la vida.
En varias oportunidades, el escritor portugués aludió a la relación amor-odio que lo unía al heterónimo: «Ricardo Reis fue mi ‘primer’ Fernando Pessoa (tenía 18 años cuando leí las Odas, publicadas en un número de la Revista Athena). Reis fue para mí como algo casi ‘irrespirado’: aquella rarefacción de sentido que es, en cierto modo, una alta concentración. Desde entonces me ha fascinado hasta el punto de haber hecho yo de algunos versos una especie de divisa». Es esta ‘rarefacción’ que inicialmente siente el escritor cuando transita la adolescencia la que se torna más tarde en la contradicción que lo tensiona dialécticamente: «Entre Ricardo Reis y yo existe una especie de fenómeno de atracción y rechazo y, por otra parte, lo admiro, incluso en su propio comportamiento con respecto a la vida, como si en mí hubiera la necesidad de distanciarme, lo cual hasta parece sumamente contradictorio, dado mi compromiso político y militante… Pero en el hombre habita la contradicción».
Es que –y aquí aparece el error como leitmotiv- el decálogo de conducta al que obedece el heterónimo poco tiene que ver con el compromiso social y con la responsabilidad colectiva que, para Saramago, son el norte de su vida pública. El verso de Ricardo Reis que el autor coloca como epígrafe de la novela, «Sabio es el que se contenta con el espectáculo del mundo», es clave para la existencia del libro: «Mi intención fue la de confrontar a Ricardo Reis con una época y una realidad cultural que, verdaderamente, no tienen nada que ver con él».
Para exponer un perfil acabado de esto que estamos señalando, me interesaría concentrarme en un pasaje del capítulo 14 de la novela en que el personaje asiste a la ocupación italiana de Adis Abeba, y, por ende, a las instancias finales de la guerra de Etiopía. Aunque parte de una noticia periodística, el caso se instala en su mente y él la formatea como si fuera un mantra, al punto tal de colidir anafóricamente con los datos que saltan a su vista. De esta manera, repetida tres veces la frase: «Addis-Abeba está en llamas, las calles cubiertas de muertos, los salteadores penetran en las casas, violan, saquean, degüellan a mujeres y niños mientras las tropas de Badoglio se aproximan», se construye imaginariamente la escena del horror (a la que ahora estamos, de nuevo, expuestos con Ucrania y Rusia a cuestas), y se expone a una sentimentalidad fingida, la de aquel que viendo el efecto destructor a sangre y fuego de las escenas descriptas, quiere empatizar con las víctimas pero no sabe cómo hacerlo.
El procedimiento saramaguiano es impecable en esta circunstancia. Ricardo Reis siente que el tema lo toca de cerca, pero no por el ardor de su aparición concreta, sino por las reflexiones que es capaz de construir. Encuentra así una oda, «la más extensa de su odas pasadas y futuras», escrita un mes atrás (aunque escrita por Pessoa en 1916) con el título de «Os jogadores de xadrez» [Los jugadores de ajedrez] y trata de sobreponer sus enunciados a los vericuetos de la información que asimila. En esa oda, Reis alude a una guerra en la lejana Persia y a dos jugadores de ajedrez que, en medio de las ruinas, se concentran en una partida para conjurar el horror que tienen a las espaldas. De esa extensa poesía, Saramago recoge dos momentos y recrea en forma de prosa los versos que los referencian: «arden casas, saqueadas son las arcas, pero cuando el rey de marfil está en peligro, qué importa la carne y hueso de las hermanas y de las madres y de los niños»; y «caigan ciudades y pueblos sufran, cese la libertad y la vida, por nuestra parte imitemos a los persas de esta historia». El primero es el epítome de la indiferencia y ronda la crueldad al priorizar el ocio personal (el juego) al colectivo en situación de peligro; la segunda se direcciona hacia la interpretación del error del que estamos dando cuenta. Hay al menos, tres aspectos que pueden ser considerados en estos versos reconstruidos: la guerra como orden de lo pérfido que nos rodea; la banalidad de los costos humanos; y, por último, esa suerte de «epicureísmo triste» que se le atribuye al heterónimo y que tiene que ver con la decisión de mantenerse ecuánime frente al dolor ajeno mientras se alcanza una vaga satisfacción con lo que está a su alcance. Probablemente, de los tres, sea ése el que resume el error más despreciable porque es el caldo de cultivo de la apatía.