“La mujer que no está”, de María Fornero. Alción editorial, 2023
Leer la urgencia. ¿Cómo leemos una novela sobre la urgencia de una desaparición? María Fornero transita en “La mujer que no está” esa disquisición. Basada en un suceso real, como es la desaparición, en Villa María, de Mariela Bessonart en 2005 (actualmente, a 18 años, sin novedades), la autora construye un puzzle de incertidumbre, acción y reflexión. Podría caratularse como una novela policial, un thriller de pueblo chico, pero insisto en que la narración, dividida por capítulos -muchos de ellos con subtítulos-, se lee con la lupa de la urgencia en medio de la cotidianeidad más mundana, cuando pareciera que cada quién -que no es familiar, amigo, conocido de la mujer desparecida, llamada María Eugenia Lubaki en la novela- estuviera metido u ocupado en otras cosas.
La polifonía de voces va componiendo retazos -auscultando, revelando hipótesis- de lo ocurrido en la trama. La voz de la propia protagonista, que habla desde un sitio innominado, uno podría decir desde una hórrida omnisciencia inidentificable, las voces de las mujeres de comunidades indígenas locales y del resto de las provincias argentinas, unidas en un grito manso, los sospechosos, las amigas, el marido, la fiscal, los policías, testigos aleatorios, verifican algo que la literatura sabe mostrar: cómo es que el lenguaje puede constreñir y llevar al lector a un campo minado; cómo la asfixia no está en el dato faltante, sino en la semantización temática que explora el dolor y la angustia de saber cuán separados, como individuos que componemos una sociedad, estamos unos de otros.
Volviendo a las urgencias personales: recuerdo que Gilles Deleuze leía que en Fiodor Dostoievski los personajes, cada vez que se cruzaban o encontraba estaban apurados por llegar a alguna parte, por tener que cumplir no se sabe bien qué cosa. En parte Fornero deja la percepción de ese dictum en la novela.
No se llama No está la mujer; se llama “La mujer que no está”. Primero tiene que existir aquello que desaparece. Un rastreo, una pesquisa en abismo sobre una vida. El sesgo policial le cederá de a poco el lugar a la sustancia vital, porque ¿cuánto conocemos a quienes conocemos?, y ¿cómo medimos la intimidad de quienes nos rodean? Fornero entabla un diálogo que se las ve con la espera, dinámica, pero espera al fin, porque “Esperar produce una vaguedad en la boca del estómago. Un cuerpo sólo de costillas y adentro nada”, sentencia.
La ansiedad choca de frente con el rastro y rastreo de María Eugenia Lubaki, donde a cada paso “Todas las palabras son agudas”.
La (re)construcción de lo ocurrido puede caer tranquilamente en la tentación, debido a su temática -puesta en el ojo de la tormenta tanto como la relevancia del caso Bessonart- de volverse una acumulación de pruebas o emplazarse como una masa de datos atada a cierta verdad ya sabida; la autora elude tal tentación; la ficcionalización del material se produce por el procedimiento de corte realista rebobinador que utiliza, un cut and paste con cierta información sabida del caso y elucubraciones que -sin escapar a lo ideológico- concitan una lectura inquietante y llevadera. “Ninguna lengua añera conoce palabra para nombrar cuerpo de mujer que no está” leemos en el capítulo 10. Fornero reúne voces para forjar el diámetro de un misterio acuciante y que se inmiscuye en los huecos del tiempo.
El tiempo es, como dice la autora, “ese monstruo desproporcionado que se lleva todo por delante” y que choca con la búsqueda y la espera de esa búsqueda.
Cerca del final podemos apreciar las conclusiones de la fiscal Becerra: “María Eugenia, la mujer joven y vasca oriunda de Los Pueblos que están buscando, estaba condenada. Que cuando descubrió su firma falsificada en una escritura a nombres de Daniel Cáceres, de 4.000 hectáreas en el norte de Córdoba, ay, estaba condenada. Que cuando recurrió a Orellana, el tiempo había empezado a correr. Era cuestión de que se eslabonaran las circunstancias”. Aquí podemos sentir cómo hasta el tiempo está apurado, algo que es una ansiosa entrelínea estética del libro.
Sería impreciso o incompleto decir que “La mujer que no está” es un alegato; yo prefiero pensar que es una declaración a viva voz, diseminada en la angustia del derrotero policial, judicial, familiar, cifrada paradojalmente en una frase: “Una mujer que elige es alegre”.