Un sujeto A es invitado a una fiesta. La está pasando bien y decide grabar una historia para Instagram. Se filma él, se concentra en el ángulo y en un gesto altivo y cansino que practicó muchas veces porque lo favorece. Panea circularmente para que se aprecie el contexto. Con el geolocalizador marca su ubicación y tras elegir un filtro, sube la historia.
En ese paneo, durante no más de un segundo, aparece un sujeto B hablando a corta distancia con una desconocida. Este sujeto B le dijo a su novia que pasaría la noche en otro lugar. Ahora la novia descubre la mentira porque se topa con la historia del sujeto A. Durante la fiesta lo llama y pone en jaque la relación. Le explica las razones: vio lo que subió el sujeto A. Apenas cortan, el sujeto B se enfrenta al sujeto A, lo culpabiliza y exige que borre cualquier contenido de la fiesta.
Si esta situación resulta antojadiza es por interés pedagógico: ¿el sujeto A fue responsable de la ruptura del noviazgo del sujeto B o el sujeto B debe asumir la responsabilidad de su mentira? ¿Pero acaso no tendría derecho el sujeto B a desplegar estrategias de infidelidad sin sufrir un boicot?
Cualquier discusión sobre la pérdida de intimidad en la actualidad parte de una dicotomía inútil: la esfera pública contrapuesta a la esfera privada. Pocos entienden que la reestructuración que impusieron los smartphones tornó borrosa esta frontera. Los celulares, indisociables de las personas, alteraron la concepción del espacio al adosarle una dimensión paralela y retroactiva: el ciberespacio.
Las cámaras de los smartphones no son artefactos aptos para el recuerdo; son extensiones del ojo humano, prótesis que ya no se identifican con el arte fotográfico sino con el hipervínculo de miradas. La vieja fotografía necesitaba revelarse con rollos analógicos. Su obsesión con el pasado se debía a no poder manifestarse de inmediato, a necesitar una distancia temporal entre el acto de gatillar y el acto de revelar. El presente de la fotografía digital, en cambio, es el presente del ojo humano. Fotografiamos para saturar una experiencia, difícilmente para atesorarla. Con las cámaras de los smartphones, las personas perciben el entorno con un fetichismo declarado, ven y dejan constancia de que algo fue visto. Por eso es crucial la publicación del contenido en el ciberespacio: ¿cómo potenciar mi experiencia sin testaferros virtuales? Aquí las miradas se hipervinculan y certifican. La fotografía contemplativa, esa fotografía que evocaba y conmovía por algún logro estético, queda devaluada, refugiada en los Premios Putlizer y otros templos de la alta cultura.
La “violación a la intimidad” fue un slogan propicio para los albores de los medios masivos de comunicación, cuando los espacios privados se diferían a un ámbito público telemático manejado por poderes centralizados. Actualmente las intimidades dejan de ser violadas: la democratización tecnológica iguala la capacidad de exponer al otro. Además, las nuevas subjetividades hacen de la fama y la espectacularidad valores supremos, por ende la autopercepción desea de la cámara-prótesis del otro.
En lugar exponer masivamente la intimidad por alguna pandemia narcisista, estamos más bien ante intimidades superpuestas, eslabones que se yuxtaponen y que en sus desavenencias, como el caso del sujeto A y del sujeto B en la fiesta, señalan el verdadero conflicto: cómo quiero diseñar yo mi intimidad y cómo la quiere diseñar el otro que pertenece a mi entorno.
Cuando las intimidades insertas en un mismo ámbito se contradicen nace una disputa. No interesa la exposición en sí –condición desregulada e irreversible–, interesa cómo calculamos nuestra intimidad antes de hacerla pública en el ciberespacio. En ese cálculo convergen lo público y lo privado: somos una intimidad diferida, meticulosa según lo que queramos proyectar ciberespacialmente. ¿Qué significa, sino, que se seleccione una selfie de diez sacadas en ráfaga? ¿Qué implican esas negociaciones absurdas entre amigos para elegir una foto que beneficie a ambos? ¿Qué pasa cuando se decide filmar determinados eventos y descartar otros vergonzosos o aburridos? Inclusive quienes se rehúsan a diseñar sus intimidades en el ciberespacio terminan formando parte de un proyecto utópico de no-intimidad, como esas comunidades hippies que suponen escapar del sistema subsistiendo a base de frambuesas en un bosque patagónico.
Mi privacidad no entra en peligro cuando otra cámara-prótesis irrumpe en mi entorno, sino cuando desestabiliza el cálculo de mi imagen. La pregunta ética que redefine la privacidad en nuestros días es la siguiente: ¿tengo derecho a diseñar mi intimidad o tengo la obligación de reparar en el diseño de la intimidad ajena?
Los smartphones hilvanan una vida en común; fueron pensados para que la vida se homogenice en un ciberespacio pulcro y entretenido. Carecer de un smartphone se vuelve un estado apático, fóbico y disfuncional. Por otro lado, los permisos para fotografiar a otros son gestos anticlimáticos, como explicar que se dará un beso antes de darlo.
Volvamos al ejemplo inicial: ¿el sujeto A debería haberle consultado a todos los participantes de la fiesta si se sentían a gusto con su paneo? ¿Acaso el sujeto B merecía ser boicoteado en su plan de infidelidad? ¿No sería la fiesta un espacio público legítimo para modelar la intimidad?
Cada uno tiene un punto en su defensa pero el enfrentamiento no debería ser entre ellos. Ambos deben lidiar con un mismo enemigo atmosférico: el consenso de intimidades que se cruzan y saturan y no saben cómo independizarse.