740.000 personas cobraron el Ingreso Familiar de Emergencia (IFE) en la provincia de Córdoba en el mes de mayo. Es el 50% de la Población Económicamente Activa de este distrito. El trasluz de la pandemia permite ver que, en dos meses de parate de la actividad económica, la mitad de quienes tienen trabajo o están buscando uno se caen del sistema. La fragilidad del mundo en el que vivimos queda expuesta sin disfraces de cotidianeidad tolerada. Aún en los mejores momentos de actividad económica hay un tercio de la población que orbita en torno a la pobreza, la precariedad y la informalidad laboral. Sobreviven al margen del mercado de empleo que hace décadas no los integra. Una vida del rebusque, de encontrarle la vuelta a diario, pero no forjada a partir de una holgada épica emprendedurista, sino desde la acechanza de un ahogo que obliga a una deambulación de supervivencia. Millones de argentinos y argentinas se inventan un trabajo cada jornada; chocan con un muro de imposibilidades, pero allí dibujan una puerta y la abren para seguir adelante.
Esa situación masiva no vino del brazo del Covid-19, es parte de una trayectoria preexistente. Pero la irrupción del virus la profundizó hacia subsuelos incalculables. Así haya un levantamiento total de los distintos formatos de aislamiento social, el sistema productivo y comercial tardará mucho en arrancar, porque los niveles de ingresos han sufrido un deterioro insondable: los locales vuelven a abrir, pero entra poca gente a comprar. Quienes quedan dentro de este universo de fragilidad preservan cada centavo para la subsistencia: comida, salud e higiene. Cualquier otro consumo queda postergado. Por eso resulta importante no confundir fin de la cuarentena con restablecimiento de buenas condiciones de vida o estabilidad económica. Ese tránsito será paulatino, arduo.
En ese marco, el IFE reveló un mundo hasta ayer ajeno al reconocimiento público. La política había sido planeada para 3,5 millones de personas, pero se inscribieron 12 millones y hubo 9 millones que cobraron efectivamente el beneficio. La seguridad social no integraba a su sistema de transferencias a esos 4,5 millones de personas que aparecieron en el mapa, sumándose a lo planificado por el Gobierno. Es un universo de trabajadoras de casas particulares, monotributistas y desempleados/as que salen a buscar empleo y no consiguen, laburantes en negro de todas las ramas de actividad; creadores de ingresos literalmente diarios que suman, moneda a moneda, lo justo para vivir.
Cualquier desajuste mínimo en los gastos mensuales supone un desacomodo en sus finanzas: una falla del auto, un electrodoméstico que se descompone, un arreglo en el hogar, el jean para ir a las reuniones que se rompe, la camisa de las ocasiones especiales que se mancha con lavandina, las suelas de las zapatillas que se despegan, los servicios que vienen con más aumento del esperado. Todas esas pequeñeces propias de lo habitual, de las cosas que pasan todo el tiempo, se convierten en una montaña imposible de escalar. Que mete presión, que angustia: no alcanza la plata para reparar, menos para reponer. Está lo justo por mes, siempre y cuando el rebusque no se caiga algunos días. Una narrativa hecha del hoy.
Para toda esa gente contar con un ingreso fijo, que se cobra con seguridad en una fecha determinada, que ingresa a la cuenta del banco sin tener que enviar reclamos a empleadores contingentes, significa una fortaleza inédita. No es que su vida cambiará drásticamente. Seguirán saliendo cada mañana a ganarse el mango como han hecho siempre, pero con una certeza colada entre tanta preocupación cargada en la espalda: el plato de comida no dependerá de lo que logren vender hoy.
Nadie puede vivir con 10.000 pesos. Nadie deja de trabajar por 10.000 pesos. No hay una sustitución del trabajo: lo que se propone es la fijación de un nuevo piso material desde el cual acumular ingresos, una base de estabilidad. No se abandona la pelea por una Renta Básica Universal, ampliada hacia toda la ciudadanía: apenas se sugiere un camino táctico hacia ese horizonte, que parta desde lo ya acumulado. El IFE ya fue creado e implementado, y llegó a 9 millones de personas, a todo un universo golpeado con y sin pandemia. El Estado argentino ganó, a través de la creación de ese beneficio, una capacidad institucional potente, construyó viabilidad operativa y financiera en el peor momento, sumó información. Más de 20 proyectos de investigación de Córdoba muestran la factibilidad plena de su continuidad.
El IFE, o un instrumento similar en características y alcance, debe ser uno de los saldos virtuosos que nuestra sociedad pudo construir en este tiempo aciago para fortalecer su democracia, para radicalizarla, para tener un piso de estabilidad material desde el cual todos y todas podamos armar una vida mejor. El IFE debe continuar.