Durante el fatídico 24 de marzo de 1976, cuando lo viejo no moría y lo nuevo tardaba en aparecer (un claroscuro en el cual reincidimos, surgieron, visible y cruelmente, los monstruos antidemocráticos reflejados y personalizados entonces por execrables genocidas, con sus fisgones y agentes civiles en todos los poderes.
Reincidimos cuando la insatisfacción e incomodidad argentina han crecido desmesurada, denigrante y peligrosamente. Entre nosotros, un 56,3% de los niños, niñas y adolescentes argentinos son pobres o indigentes; en tanto el 65% de los menores de 17 años viven en hogares pobres, estructuralizando la infantilización de la pobreza e indigencia, abortos de una vernácula aporía política, democrática y republicana.
Cuando la aflicción, el agobio, la insatisfacción y la incomodidad son tales, demasiada pobreza, indigencia y desigualdad estructural nos obligarían a revisar la política, la democracia y la república, dado que vivir y convivir en tan injusta e infeliz situación de corrupción, ineficiencias y privilegios, siempre encontrará su límite puesto que, naturalmente, sería imposible continuar negando (y permaneciendo) esta pésima realidad argentina, forzando procustamente que funcione.
Recaer en indignaciones ciudadanas espasmódicas, intelectuales o vulgares, sería caer en nuevos fetichismos como creer que la regla democrática una persona, un voto” basta para asegurarnos el control democrático y satisfactorio para un buen vivir.
Resulta imprescindible no sólo que los ciudadanos tengan el derecho al poder, sino el deseo vívido, entusiasta y diligente de ejercerlo al margen de grietas y encrucijadas, en una democracia que cruje.
Nuestros funcionarios, al asumir, juran ante su Dios y la Constitución Nacional, cumplir y hacer cumplir con la misma, autorizándonos a demandarlos si así no lo hicieren”.
Lo cierto es que, en cincuenta años, más o menos, la conciencia colectiva percibe que esta democracia, esta política y esta república no están realmente al servicio de la soberanía popular”.
Muchos de aquellos a quienes se considera gobernantes dominan la nación, provincias y municipios, como si fueran sus dueños, haciendo sentir autocráticamente tanto el riguroso peso de su autoridad como el padecimiento de sus abusos de poder; una autoridad que en democracia sólo puede serles delegada exclusiva, excluyente y provisoriamente” por el pueblo.
En realidad, ellos son nuestros empleados, no nuestros dueños: su poder y su autoridad le fueron o son delegados por nosotros, a quienes periódicamente deberían rendirnos cuentas, instruida, documentada y pormenorizadamente, tal cual correspondía según sabios, transparentes y justos juicios de residencia” (un procedimiento judicial del derecho castellano e indiano, que consistía en que al término del desempeño del funcionario público se sometían a revisión sus actuaciones y se escuchaban todos los cargos que hubiese en su contra).
Una astuta e inmortal” estirpe política, agotada y en crisis, tiene jaqueada nuestra democracia, pero, fundamentalmente, nuestra confianza cívica y nuestro crédito ciudadano, todo lo cual agrietó y diluye legítimas expectativas ciudadanas, algo que las castas involucradas han logrado naturalizar abonando de tal modo, eventual y nefastamente nuevas crisis institucionales.
Sin un cabal funcionamiento republicano, la solución del problema de la efectividad de la democracia no corresponde decisivamente a los juristas. Los juristas no podemos hacer otra cosa que proponer determinadas precisiones que aseguren una democracia formal, en la medida que no sean obstáculos para una democracia posible, efectivamente disfrutable.
Urge recrear la cultura política ante el hartazgo de voces, palabras y figuras que respiran, inadvertidamente, su fractura esencial, su origen sospechado, su descarado nepotismo e incapacidad u ocaso de su casta. Una casta al margen de la ley, de la democracia y de la ética pública.
Docente e investigador universitario