El preacuerdo del Gobierno con el FMI, resultante de dos largos años de negociación, ha generado una multiplicidad de manifestaciones que vuelven difícil decir algo que no haya sido dicho. Por nuestra parte nos concentraremos en sus antecedentes recientes, marcando las cambiantes estrategias del FMI y en las posiciones del Gobierno en su difícil, pero nada nuevo rol de negociador.
Digamos en tal dirección que el ya mentado acuerdo viene a constituir una muy significativa contingencia, que podemos llegar a entender siempre y cuando demos cuenta de su ineludible entrelazamiento con los poderes puestos en juego en momentos que, podemos decir, constituyen sólo parte de la arqueología de esta cuestión que conmueve a amplias franjas y sectores de nuestra sociedad.
Aún en desarrollo, esta contingencia no representa sino un hito más de la historia de las relaciones políticas en el continente, estructuradas en torno a un programa de uniformización económica y política dependiente del poder global que a nivel general es encarnado en nuestro continente por los EE.UU. y sus múltiples aparatos globales y regionales. Ahora bien, lo que resulta relevante advertir es que dicho programa lejos de ser algo estable, adquiere una dinámica que se ajusta estratégicamente a las condiciones políticas que prevalecen en las distintas coyunturas en las sociedades latinoamericanas. En lo que sigue dejaremos de lado escabrosos detalles para enfatizar dichos cambios.
En tal sentido, conviene recordar que el Plan Cóndor constituyó el brutal dispositivo por el cual se dio cuenta de las derivas transformadoras de los regímenes políticos de la década de los 70, instalando dictaduras que arrasaron con el desarrollo autonomista y distributivo que tomaba forma en nuestras sociedades. Una represión desembozada creó las condiciones de “paz social” para la aplicación de un monetarismo que incrementó la deuda externa en 45.000 millones de dólares es decir en un 463%. El descrédito que sufriera la dictadura al ritmo de su fracaso económico y del despertar democrático popular encabezado primero por los movimientos de derechos humanos, condujo en la década del 80 a la recuperación de la democracia. El shock menemista produjo un nuevo incremento de la deuda externa que se elevó a 146.219 millones de dólares (un 123%), acompañado de niveles alarmantes de desocupación y pobreza, lo cual perfeccionaría la desposesión política y económica iniciada con la dictadura militar.
En el marco del ascenso de Lula, Correa, Evo Morales, Chávez, Zelaya, Lugo, el kirchnerismo desarrolla toda una estrategia de desarrollo con base en recursos endógenos, que consistió en la configuración de un régimen intervencionista y redistributivo orientado a la reparación de derechos conculcados y al reconocimiento de nuevos derechos. Tal estrategia tuvo su expresión más significativa en el pago total de la deuda contraída con el FMI, ganando así el Estado un amplio margen de autonomía. La historia que sucede a esta construcción es conocida. Representa una tercera mutación en la estrategia del poder global ejecutada por el FMI. El macrismo por un lado hizo de su gabinete una herramienta de desposesión integrada por representantes directos de empresas y grupos monopólicos globales y locales, por el otro, logró un acuerdo con Trump que influyó sobre el FMI para el otorgamiento del mayor y más irregular préstamo otorgado jamás a un país. Macri maximizó la nueva estrategia de dominación del capital global.
El preacuerdo al que arriba ahora el Gobierno se anticipa con su avenimiento a pautas del Fondo, mediante una reducción del déficit fiscal que se materializó en la cancelación de los dos programas reactivadores aplicados en el 2020 que, reemplazados por asistencias dinerarias focalizadas impulsadas por el Fondo, generaron un marcado descontento social y la derrota electoral en las recientes elecciones intermedias. La estrategia argentina así perfilada, ha echado mano sólo tímidamente a la ilegitimidad de la deuda, mediante la causa penal en curso contra los responsables políticos. Pero ello no ha constituido un argumento central de su negociación, algo que encuentra respaldo en sólidos análisis institucionales, como también en la demanda de expertos y sectores de la vida nacional. Su ventilación en el Tribunal de la Haya, como en espacios locales, hubiera situado en una posición cualitativamente superior al gobierno nacional, forzando quizás un acuerdo que eliminara la sobretasa del 1,5% por deuda extraordinaria, que no previera la reducción en el corto plazo de la emisión monetaria, que admitiera la formulación de políticas universales, no focalizadas, que suspendiera la mecánica de revisión trimestral que deja en manos del FMI el manejo de las políticas financieras y monetarias. Pero lo que resulta de mayor gravedad es que la modalidad según la cual los pagos se realizarían con nuevos préstamos previa venia de los revisores, no hace sino generar un perverso mecanismo de reproducción ad-infinitum de la deuda, a la vez que legaliza lo ilegítimo mediante su aprobación por parte del Congreso Nacional.
Es pues en tal marco que la renuncia de Máximo Kirchner a la presidencia del bloque de diputados del Frente de Todos, por disidencia con los procedimientos y resultados de la negociación, significa no sólo un testimonio a favor de la soberanía y el bienestar, también un llamado a hacer del tratamiento del preacuerdo en el Congreso, un espacio de debate del que emerjan los cambios que hagan de este acuerdo un instrumento librado de sus rasgos más dañinos sobre la vida de los argentinos. Quizás no sea tarde en esta lógica, incluir en el acuerdo los argumentos de ilegalidad que sostiene el gobierno argentino en su causa contra los firmantes de la deuda contraída.