No son los muertos los que claman por justicia o venganza.
Somos nosotros los que imploramos por un sentido,
para que los nuestros
no hayan muerto en vano,
para que nuestras vidas no nos parezcan
tan absurdas
Bruno Vieira Amaral, “Hoy estarás conmigo en el paraíso”
Durante el mes de enero de este año, el caso Báez Sosa acaparó la atención de los argentinos en virtud de la celebración del juicio. Ese crimen de 2020 propiciado por una patota de jóvenes entre 18 y 20 años que ataca y da muerte a un muchacho de una edad semejante a la salida de un boliche de Villa Gesell sin otra razón que la anomia, deja una sensación dominante de desamparo. Exhibe que no hay límites éticos a la hora de hacer daño y, lo que es aún peor, que una vez que se pone a rodar la violencia, no hay como pararla. La expresión «caducó» utilizada por uno de los involucrados para confirmar el deceso, grafica con precisión la indiferencia que el otro en cuanto otro inspiraba al grupo. Las sesiones de alegatos han sido altisonantes, no sólo porque fueron televisadas y ganaron rating de audiencias sino porque les cupo a las partes implicadas sistematizar la información recogida (las pruebas) y mensurar las vastas alocuciones de los testigos. La propuesta de sentencia sintetizada por la fiscalía y la acusación se concentró en la saña con la que procedieron los homicidas y el proceso descriptivo llevado a cabo fue, a todas luces, meritorio.
Es interesante detenerse en el alegato jurídico como forma discursiva porque –aún en un terreno diferente como el literario- aporta elementos significativos que ayudan a entender un hecho criminal, en la medida en que traduce en lenguaje apodíctico el imperio de la propia subjetividad de los intervinientes. En un alegato, las evidencias se sopesan cuidadosamente sin dejar espacio a la especulación; se formulan en pasado y con la convicción de enfatizar la única verdad posible que puede alcanzarse. Hay que decir que, más allá de su valor judicial y, sobre todo, por su plus semántico, la literatura se ha servido también de este procedimiento y la novela policial es su mejor representante.
Un texto de 2017 construido según este modelo es “Hoje estarás comigo no paraíso” [Hoy estarás conmigo en el paraíso] la segunda novela de Bruno Vieira Amaral después de obtenido el Premio José Saramago, una de las voces recientes de la narrativa portuguesa contemporánea. No se trata de un policial en sentido estricto, pero recoge elementos de ese género para enriquecer la perspectiva de un escritor que quiere esclarecer un crimen cometido en la ciudad en la que vive y al que, indirectamente, está vinculado. La disposición del relato gira en torno de un homicidio y acompaña de comienzo a fin la reconstrucción de ese proceso.
Hago esta aseveración sin dejar de considerar que, al mismo tiempo, el flujo narrativo se transforma en una auto-ficción que involucra al autor (que detenta el mismo nombre del narrador) y que acerca la historia contada al registro sociológico de una zona marginal del estado de Setúbal. Es allí donde suceden los hechos, algo que no resulta menor desde que permite transitar ese Portugal profundo tejido de desigualdades sociales y económicas que lo acerca a los escenarios de América Latina donde, precisamente, rinde el testimonio y gana fuerza.
La novela comienza cuando, en ocasión de una mudanza de residencia, el narrador depara con un álbum fotográfico, entre cuyas páginas se cuela la foto de un primo que no llegó a conocer, pero de cuya existencia está anoticiado por formar parte del anecdotario familiar: João Jorge Rego, un joven negro oriundo de Angola que fue asesinado a la edad de 21 años en la década del 80 y en circunstancias nunca esclarecidas del todo.
Convencido de que en la historia no hay eventos grandes que se distancian de los pequeños como nos enseñó Benjamin en sus “Tesis de Filosofía de la Historia”, el escritor de esta novela se siente impelido a ocuparse del tema inmiscuyéndose en las coordenadas que convergieron en aquella infausta madrugada. Recupera entonces el testimonio de parientes y amigos que le ayudan a trazar el escenario para luego consultar una fuente amarillista (el periódico «O crime») que registró pormenorizadamente el acontecimiento y acceder a los documentos obrantes en las unidades judiciales de la localidad. Visita también el cementerio para saber de su tumba y advierte, con estupor, que, 30 años después, los restos del difunto han sido reconducidos a una fosa común.
Resulta difícil entender cómo un joven de buena familia (aunque pobre) haya podido desencaminarse tanto para morir como un «bandido» sin reconocimiento, olvidado hasta de las personas más próximas de las que supo rodearse. Ésa es la duda vital que guía la mano de Vieira a la hora de esclarecer el asesinato, aunque más no sea para presumir la posibilidad de un destino diferente. Si, como sucede con el caso de Baez Sosa, se pondera el crimen al margen de los sujetos involucrados, lo que se observa es una violencia anómica creciente que exige ser remediada por vía de la ley ya que clama por justicia. Si, por el contrario, suspendemos el crimen por un instante y miramos la cara de los jóvenes envueltos en la tragedia al momento de ser protagonistas, el escozor es el mismo pero pasa por otro lugar, la inaudita manera elegida de claudicar la propia vida y la de los demás.
Sobre el final del libro, algo pudo ser aprehendido sobre el personaje en cuestión, aunque hay mucho de incompleto y contradictorio. Como en los 80 ese barrio popular era zona de huertas, uno de los cuidadores lo atacó por creerlo ladrón de chanchos y lo degolló con una navaja para proteger la propiedad. Es esta la versión dominante y la mejor aceptada, aunque pueden invocarse otras motivaciones diferentes a la del robo, como dinero, mujeres o ajuste de cuentas. Lo que queda por desentrañar es la razón por la cual João Jorge acude a esas inmediaciones y, principalmente, si lo hizo por voluntad propia o a raíz de una emboscada, habida cuenta de las enemistades que había creado y que estaban atentas a sus pasos. Sea lo que sea lo que efectivamente sucedió, el propósito de Vieira con esta novela se orienta a enterrar a un hombre y no a su leyenda.
El alegato del autor portugués, en un libro titulado de esa manera, con esa intertextualidad bíblica tan explícita (la escena del buen ladrón durante la crucifixión), no busca exorcizar la culpa y menos aún, renegar del Derecho, sino que pretende «rescatar a alguien del mundo de los muertos» y devolverle la humanidad que fue perdiendo en el camino.