Un exalumno me escribe por Instagram.
-Profe, perdón que lo joda con esto en verano, pero el otro día le regalé a mi novia unos cuentos de Mariana Enríquez y justo estaba el que leímos con usted hace tres años. Datazo.
-Mis clases son, en realidad, regalos de amor reutilizables.
-Jajajaja… Es que está tan bien escrito que te queda años después, es buenísimo.
-Así es.
-Ah, también quería preguntarle si es muy difícil leer a Piglia…
Es enero, hace calor y en casa estamos aislados porque tenemos Covid, variantes Omicrón y Delta a juzgar por los síntomas. Con un paquete de pañuelos en mano, me pongo a hablar de libros con este chico que suele enviarme, cada tanto, memes de Borges y quien me recomendó una antología de poesía multiversal llamada Fervor de Buenos Aliens. Definitivamente, un loco de la literatura.
Mientras le escribo y me divierto con sus respuestas, recuerdo las clases que compartimos en esa época en que las pandemias solo figuraban en los textos históricos o de ciencia ficción. Qué épocas…
Bueno, no, en realidad no pretendo idealizar el pasado: sé que la literatura escolarizada no es pasión de multitudes y que a los docentes nos resulta difícil lograr que la mayoría de los estudiantes se apasionen con los textos que incluimos en nuestros programas, más aún cuando tampoco a nosotros nos gustan demasiado. Sin embargo, creo que los dos años de educación en pandemia dificultaron el despliegue de estrategias orientadas a pensar los textos en profundidad, es decir, las conversaciones, las discusiones, los debates, los chistes que nos hacen perder de vista de que hay que “aprobar” la materia y favorecen el placer de la lectura.
Esta situación no solo afecta al nivel medio y a la literatura en particular sino a todos los niveles, a todas las asignaturas. El contacto diario, regular, esperado, genera lazos de confianza que se han resentido en los últimos dos años.
Si el comienzo de la educación virtual y mediada por las tecnologías osciló entre la improvisación, la adaptación de contenidos, la resignación ante las desigualdades insoslayables y la sobreexigencia docente, el año pasado la cosa se volvió más compleja. La vuelta a la presencialidad con cursos divididos en burbujas, los sucesivos aislamientos por contacto estrecho y las pocas posibilidades de sostener la continuidad en la comunicación chocó de frente con las herramientas que, con gran esfuerzo, aprendimos a usar en la virtualidad.
El resultado, monstruos híbridos, muy diferentes entre sí, con mejores o peores rasgos según cada institución y cada lugar en el que hay una escuela.
¿Otra vez estaremos obligados a improvisar, en un ida y vuelta que ya no será la excepción sino la regla? ¿Así se recuperará la confianza?
Hablando de confianza, varios estudiantes me pidieron a mediados de diciembre que les escriba un mail en el que dijera que habían aprobado la materia. No podían esperar al informe escolar, tenían que mostrarle algo a los padres porque no les creían. Días más tarde, un preceptor me pidió algo similar, un audio o un mensaje de Whatsapp para reenviárselo a la madre de un chico que estaba convencida de que su hijo no había presentado los recuperatorios.
¿Va a ser igual este tercer año de clases, en un contexto de pandemia que no parece llegar a su fin?
El panorama es incierto. En breve volveremos a las aulas con la cancha marcada por un Ministerio de Educación que, en estos dos años, dio una directiva tras otra casi sin escuchar a los docentes. Y no me refiero solo a las demandas de una mejor remuneración ni a la sobrecarga laboral sino también a todas las experiencias vividas, a las valiosas y las no tan valiosas pero que ahí están, para revisar. ¿Quién toma nota de lo que hicimos?
Mención aparte merece el sindicato, que tampoco pone en valor la voz de los docentes y hace la vista gorda ante muchas decisiones ministeriales. Basta recordar que en diciembre pasamos horas y horas cargando evaluaciones cualitativas en el CIDI, lo que implicó trasnochar, maldecir al servicio de internet, terminar quemados como pocas veces. ¿Por qué lo hicimos? ¿Para qué cargamos esos informes de progreso, para los cuales hubo instrucciones que precisaban hasta los tiempos verbales que debíamos emplear? ¿A quién debíamos y todavía debemos rendir cuentas?
Sin una base de acción repensada a la luz de la experiencia, acordada entre los diferentes actores del sistema educativo y que pueda sostenerse durante todo el ciclo lectivo que está por empezar, es muy difícil imaginar cómo será la dinámica en las aulas.
Porque además está la deuda que tenemos con aquellos estudiantes que dejaron la escuela y que no son, parafraseando a la ministra de educación porteña, chicos perdidos en villas que seguramente cayeron en el narcotráfico sino sujetos a los que hay que salir a buscar, con nuevas estrategias, para garantizar su derecho a la educación.
Falta poco para volver. Y el desafío, aunque parezca difícil, está en recuperar la confianza que alguna vez supimos construir, una confianza que, cuando se logra entablar, persiste con el paso del tiempo. Y más allá de las fronteras de las aulas.
-Profe, otra vez yo, ¿cómo le va? Quiero leer algo de Bolaño, pero le tengo un miedo terrible.
-¡Hola! Y sí, genera adicción. Puede ser Los detectives salvajes, pero usted tiene que terminar el secundario.
-Más bien es el secundario el que tiene que terminar conmigo, pero bueno, ok. Dígame algún otro para arrancar, que no tenga 700 páginas.
-Ehhh… Fijate este título: Consejos de un discípulo de Morrison a un fanático de Joyce.
-Okidoki, también lo anoto. Muchas gracias profe, espero que esté disfrutando las vacaciones si es que aún no volvió a agarrar la pala.