Cada vez es más evidente que están en juego políticas y valores internos, no sólo externos, en la gestión de la política exterior de los Estados. Ya se vio durante la pandemia; se ve ahora en la guerra de Ucrania y sus repercusiones; o a guerra de Gaza y el reconocimiento del Estado palestino.
En España, la tensión interna se traduce en discrepancias externas, cuando se ha perdido la capacidad de diálogo entre las dos grandes fuerzas políticas, el gobernante Partido Socialista y el -ahora opositor- Partido Popular. Diálogos y consensos que ya no alcanzan en países cada vez más complejos, de más partidos y múltiples identidades.
Una superpotencia como Estados Unidos se puede permitir vaivenes en política exterior; aunque la otra superpotencia, China, en eso sea más estable. Una potencia media ganaría en su capacidad de boxear por encima de su peso con un mayor consenso en política o acción exterior, entendida ésta en un sentido amplio.
Pese a tener algunos desafíos permanentes, hoy no parece aplicarse ya el pragmatismo de Lord Palmerston, cuando afirmó que los ingleses “no tenemos aliados eternos, y no tenemos enemigos perpetuos. Nuestros intereses son eternos y perpetuos, y nuestro deber es vigilarlos”. Pero la visión de Palmerston no se aplica ya, tampoco, a un Reino Unido que cometió el Brexit, y que ahora busca un nuevo lugar en el mundo. Ni, de hecho, a ningún país europeo, pues ninguno de ellos se basta ya a sí mismo para defender sus intereses y valores. Necesita actuar en coalición, o renunciar a ello, especialmente frente a su aliado y competidor estadounidense, y también frente a su socio y competidor chino.
En realidad, aunque hay muchas áreas en que se mantiene, los consensos en materia exterior tienen mucho de mito. En algunos temas, como la ayuda militar a Ucrania, ni siquiera se da en el seno de la Comisión Europea.
La Unión Europea ha sido un objetivo deseado hasta la actual crisis de representatividad y la nueva emergencia de los nacionalismos identitarios y de realineamientos internacionales. Un punto de quiebre fue el apoyo del presidente conservador español, José María Aznar, a la invasión estadounidense de Irak, rechazada por una muy mayoritaria proporción de la opinión pública.
Desde entonces hasta ahora mucho se ha transformado, no es una exageración decir que ahora estamos en otro mundo. En un mundo más multipolar y menos multilateral, globalizado. Lo de fuera influye poderosamente en lo de dentro. Con la globalización -que se está transformando-, con las nuevas guerras, y, en Europa, con una Unión Europea que, a diferencia de los años 80 y los 90 del siglo pasado, es hoy el marco esencial, pero que no se sabe muy bien a dónde va. En su seno, y en el de cada Estado miembro, hay visiones encontradas. Hoy cada vez más políticas y valores se defienden fuera, ya sea en la UE, en la OTAN (donde no es seguro que permanezca, si gana las elecciones presidenciales norteamericanas Donald Trump); y en relaciones bilaterales, incluida América Latina, que, por momentos, parece haber dejado de interesar a la política, aunque no a los empresarios.
Las divisiones internas sobre política exterior se dan en todos los países del Norte occidental, cuando Europa tiene que tomar grandes decisiones sobre temas muy importantes que tocan a lo que queda de soberanía nacional, como la inmigración, la defensa, el mercado o el medio ambiente, entre otros. Sin olvidar aquello a lo que los preocupados ciudadanos europeos otorgan más importancia: pobreza, salud y economía, además de las relaciones con Estados Unidos y con China.
El tema es el poder real: vuelve, tras un período de florecimiento de los proyectos integracionistas, el viejo tema de la soberanía. En Europa, la deuda, el déficit, las jubilaciones se supervisan en Bruselas, que exige reformas internas a los Estados miembros. Muchísimas otras cosas también. Con la paradoja de que, en Bruselas, dada la diversidad geográfica y política, sí hay que saber pactar entre corrientes políticas diferentes. Y cuando no se da ese consenso, no hay, por ejemplo, política exterior europea. Véase frente al conflicto entre Israel y los palestinos.
Europa puede dejar de ser ejemplo, dadas las nuevas polarizaciones en el seno de sus sociedades y entre sus Estados miembros: las sociedades europeas están perdiendo su “europeísmo”: la percepción de la UE ha empeorado –sólo un 40% de los ciudadanos tiene una imagen positiva, y un 43% neutra– y la valoración de las instituciones ha bajado (32% en el caso del Parlamento Europeo). Crece el “euroescepticismo”. Y con él, la dificultad de gestionar las políticas exteriores.