Fue la crónica de una caída anunciada. En la tarde del miércoles 7, el Congreso peruano aprobó con la abrumadora cantidad de 101 votos (sobre un total de 130 parlamentarios), la moción de vacancia del presidente José Pedro Castillo Terrones. Tres horas antes, Castillo había intentado establecer un “gobierno de excepción” y disolver al Poder Legislativo peruano, que se encaminaba a lograr la vacancia, en su tercer intento para destituirlo, en poco más de un año de gobierno.
La decisión de Castillo (que se asemeja a la que, en 1992, tomó Alberto Fujimori) fue rechazada no sólo por los congresistas, sino también por la policía, las FF.AA. y el Poder Judicial, denunciándose al Presidente por sedición. También por su deshilachado equipo de gobierno, donde la determinación parece haber sido tomada, sino en soledad, por un reducido grupo de funcionarios hoy investigados por la Justicia.
La vicepresidenta primera del Perú, la abogada Dina Boluarte, quien integró el gabinete hasta el 25 de noviembre (y que, regresando al Congreso, rechazó el intento de asonada) juró como primera mandataria del país. En tanto Castillo, optando por la alternativa de asilarse en México, fue detenido por la policía en la misma tarde del miércoles y alojado transitoriamente en la prisión donde cumple condena Alberto Fujimori.
Mientras la Presidenta procura un gabinete contrarreloj, Castillo intenta su liberación mediante recursos judiciales y en este mismo ámbito la fiscalía nacional toma testimonios de ex ministros en la causa de la sedición, donde los principales medios apuntan, como ideólogo, al ex ministro Aníbal Torres, incondicional asesor de Castillo, y adjudican alguna responsabilidad a su última jefa de gabinete, Betssy Chávez.
El presidente depuesto gobernó 495 días, en los que empleó a 78 ministros, cinco gabinetes completos (que requieren la conformidad del Congreso). Recordemos que había vencido en una reñida segunda vuelta a Keiko Fujimori. En la primera ronda, Castillo obtuvo el 18% de los votos y Keiko 13%, entre 18 candidatos, (10 de los cuales alcanzaron representación en el Congreso, donde la primera fuerza apenas alcanzó poco más del 20% de las bancas, que Castillo ni siquiera controlaba en su totalidad).
El principal referente de su grupo, Vladimir Cerrón, no pudo ser candidato por cumplir condena por corrupción, pero incidió notablemente en contra del mandatario desde antes de su asunción. La principal consigna de Castillo (cuya notoriedad se debe a su liderazgo regional en huelgas organizadas por su sindicato) era reformar la Constitución y avanzar hacia otro diseño político y económico del país.
Pero la fragmentación política, expresada en la conformación del Congreso, activó nuevamente las complicaciones del modelo constitucional vigente, que entre 2016 y 2021 requirió a cuatro presidentes para completar el mandato gubernamental de cinco años.
Es cierto que el Poder Legislativo no hizo fácil la tarea a Castillo, pero también es innegable que el Presidente nunca hizo pie en Lima. Sin ambientarse a la capital, no pudo conformar un básico esquema de alianzas políticas, ni establecer un equipo de gestión que instalase elementales puntos de agenda.
Se insiste en que la volatilidad política peruana contrasta con la marcada estabilidad económica, definidas ambas en el mismo ordenamiento constitucional. El país sigue creciendo (lo haría a un 3% interanual) y el muy autónomo Banco Central, que cuenta con 74.000 millones de dólares de reservas, maneja la economía con un mismo presidente -Julio Velarde- desde 2006.
La tensión entre las fuerzas políticas tradicionales y los grandes actores de la economía peruana características de las décadas previas a la reforma constitucional de 1993 terminó con el autogolpe de Fujimori y la definición de un nuevo orden, apoyado inicialmente por las FF.AA. y los tribunales, en el que los acuerdos se mantuvieron por algunos años, incluso después del quiebre con Fujimori en 2000. Desde entonces, el “poder permanente” aseguró sus objetivos a largo plazo, pero a costa de un constante desgaste de la política.
En medio de la gran insatisfacción popular (en Perú pasa algo parecido al Chile previo a los estallidos de 2019, donde los números cierran, pero la demanda social por mejores estándares de vida es creciente), un candidato, Pedro Castillo, se animó a plantear en la campaña una agenda diferente: reformar la política, y también la economía. No tenía con qué, pero su planteo encontró plafón. Ganó la elección. El sistema lo resistió, pero las hendijas están.
¿Qué puede pasar? Todos presionan, incluso el Congreso (tan desprestigiado socialmente como el Poder Ejecutivo), por lograr espacios en el frágil gobierno de Boluarte. Protestas populares reclaman el adelantamiento de elecciones para todos los cargos. En ese sismo (como los que habitualmente tiene Perú) debe maniobrar la Presidenta, que ha descartado por ahora llamar a elecciones (también puede disolver el Congreso) y espera contar para el difícil puesto de primer ministro con el experimentado diplomático Luis Chuquihuara, hoy embajador en la ONU, un moderado bien visto en el exterior.
No le sobran chances a Boluarte para terminar este mandato, pero, como se dice en el fútbol, todavía depende de sí misma. Quizá las respuestas trasciendan a la política y deban buscarse allí donde, desde hace treinta años, poco o nada cambia: la poderosa economía, dueña aún de las influencias, pero cada vez más aislada del pulso ciudadano.