Vivimos tiempos de interrogaciones radicales, tal vez más que en otras épocas. Generalmente las crisis y las grandes fatalidades tenían un carácter regional, y por eso pasaban inadvertidas para la mayoría de la Humanidad. Hoy es diferente: todo se da de forma global y a la luz del sol. Presenciamos en tiempo real la destrucción de todo un pueblo; la demolición de sus casas; la muerte de miles de niños inocentes que no tienen nada que ver con la guerra. Son incontables los que permanecen bajo los escombros de los edificios destruidos. Las madres cargan en sus brazos a sus hijos e hijas asesinados y besan sus rostros desfigurados. Todo eso por causa de mentes asesinas, de políticos insensibles y cínicos, de tecnócratas deshumanizados, de ministros hiper ideologizados de extrema derecha, insensibles, inhumanos.
Imágenes similares a Gaza se suceden en otros escenarios del mundo. Hay genocidios perpetrados en África, en Ucrania, y en otros lugares del planeta sin que los publiquen las televisiones y los periódicos.
La propia Tierra ha entrado en ebullición. Parece que se está realizando aquello que san Pedro preveía en su segunda epístola: “la tierra será consumida por el fuego; los cielos se disolverán en fuego y los elementos abrasados se derretirán” (2Ped 3,10:12). El calentamiento del planeta está alcanzando tal punto que algunos científicos hablan del inicio de la era del “piroceno”: la era del fuego, tal vez la más peligrosa para la existencia de la vida sobre el planeta en la historia de la Humanidad.
Se oye por todas partes un gran lamento y mucho llanto. Hay ojos secos de tanto llorar. Los que aún creen, gritan desesperados: ¿dónde está Dios? ¿Por qué permite tanta maldad? ¿Por qué no interviene y detiene el brazo criminal? ¿Por qué se calla?
Otros, ya no creen en ningún sentido de la vida y de la historia. ¿Por qué podemos ser tan crueles y sin piedad si podríamos ser afables y amorosos los unos con los otros y con la naturaleza? Somos un proyecto fallido en el proceso de la evolución. No tenemos remedio. No aprendemos nada de la historia. Y cometemos crímenes y más crímenes, cada vez con más sevicia y atrocidad…
A causa de estas contradicciones, a veces nosotros, las mujeres y los hombres de fe, entendemos a los ateos. Ellos aducen muchas razones para negar la existencia de un Ser bueno y amigo de los seres humanos. Y, no obstante, muchos de ellos son sinceramente éticos: creen en la justicia y en la verdad, se compadecen de los que sufren, se solidarizan con los injustamente humillados y ofendidos, y procuran bajar a los crucificados de la cruz. Ven sentido en estos sentimientos y en estas prácticas sin formar parte de una religión o de una iglesia.
Pero la llaga sigue abierta y sangrante: ¿no podría ser diferente? ¿Por qué estamos condenados a padecer tanto en el cuerpo, en la mente y en el corazón? Es una pregunta que queda abierta.
Pero hay también obstinados y perseverantes. Contra todos los absurdos, creen en un sentido secreto que no es evidente a los ojos. Contra todas las razones que los llevarían a negar a Dios, siguen creyendo en Dios. Persistentemente. Obstinadamente.
Corría el año 1943: cerca de 300.000 judíos eran reclusos, por medio de un alto muro, en un gueto de Varsovia. Se rebelaron. Miles fueron sacrificados o transferidos a campos de exterminio. Antes de que lo matasen, un judío tuvo tiempo de escribir un pequeño documento, que decía:
“Creo en el Dios de Israel, aunque Él haya hecho todo para que no crea en Él. Escondió su rostro. Voy a meter la hoja en la que escribo estas líneas en una botella vacía. Voy a esconderla detrás de los ladrillos de la pared maestra, debajo de la ventana. Si un día alguien la encuentra tal vez va a entender el sentimiento de un judío –uno entre otros millones– que murió abandonado por Dios, ese Dios en el que sigo creyendo firmemente”.
¿Estas palabras no nos hacen recordar a Job, que, en medio de la mayor tragedia personal y familiar, tenazmente dice a Dios: “Aunque me mates, aun así creo en ti” (Job 15:13)? Y otro, contador de inspiradas parábolas y gran sanador de todo tipo de dolencias, que invocaba a Dios con un nombre de extrema intimidad, “papá querido” (“Abba”), que fuera condenado por los religiosos de su tiempo por pasar las leyes y las tradiciones por la criba del amor, fue crucificado fuera de la ciudad para expresar la maldición de Dios.
En la cruz, en el auge del sufrimiento “gritó con voz fuerte” en su dialecto arameo: “Eloí, Eloí lemá sabachtani”: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mc 15:34)?
Para que este grito de esperanza contra toda esperanza, y de fe contra la fe, no permaneciese en un completo absurdo ni fuera una voz que se perdiese en el universo, se cree que todos estos perseverantes fueron acogidos en el seno del Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob. También se anuncia por ahí que el predicador ambulante que pasó por el mundo haciendo el bien, “el Justo, el Santo y el Verdadero” (1Jo 5:10) fue resucitado por su papá querido, su “Abba”. La resurrección es una insurrección contra todos los absurdos de este mundo y como anticipación de un último Sentido, bueno, de toda la historia. Pues todo sufrimiento y toda perseverancia jamás serán en vano.