Thomás Friedman, ensayista, columnista y propagandista del globalismo neoliberal, con esa pulsión de moda por adelantar el futuro de la humanidad, escribió en el año 2005 su ensayo “El mundo es plano. Breve historia del mundo globalizado del siglo XXI”, en la que pronosticó el imperio de la libertad de mercado, la entronización del mérito y la igualdad de oportunidades, resaltó el destino de irrelevancia de las fronteras geográficas e históricas, y hasta redefinió los criterios de la nueva geopolítica, borrando de un plumazo a Haushofer, MacKinder, Ratzel o Mahan. La única y nueva fractura es entre los que están incorporados -o no- al “nuevo mundo plano”, y en esta novedosa concepción geopolítica, la esperanza orienta la pertenencia al mundo plano, o la permanencia en el mundo fenecido y dejado atrás por la nueva religión neoliberal.
A partir de la última década del siglo pasado, la intelectualidad globalista de filósofos, economistas, historiadores y gurúes de todo tipo llenaron el pensamiento del mapamundi con una ideología que imponía una orientación específica al proceso natural de mundialización (o globalización) y cancelaba cualquier pensamiento alternativo.
Pero el proyecto del globalismo neoliberal se encontró con dos inconvenientes que determinaron su derrumbe: primero la ineficacia y el fracaso del modelo frente a la pandemia, y, segundo, la invasión a Ucrania o la persistencia de Rusia como potencia imperial.
En el primer caso, desde la misma aparición de la peste en el mercado de Huanan, en la República Popular China en 2019, el “modelo” estimó que los daños se solucionarían rápidamente pulsando el botón de “reset” y que no afectaría el destino del sistema global. En la edición 2020 del Foro Económico Mundial en Davos, que congregó como todos los años a la crema y nata del globalismo -denostados convenientemente los nacionalismos, con Trump a la cabeza- preparó al mundo de los negocios y de la política para una “nueva fase de crecimiento y de prosperidad”, en “una cuarta revolución industrial cohesionada, sostenida e inclusiva”. Poco parecían preocupar las advertencias de algunos centros de pensamiento (básicamente nórdicos) sobre el caos geoestratégico y la falta de liderazgos; y las del Secretario General de la ONU, Antonio Guterrez, para quien “las dos palabras que definen el mundo son inestabilidad e incertidumbre”. Las advertencias sobre una pandemia no fueron escuchadas, o fueron desoídas en la cúpula globalista, pero venían siendo tan elocuentes que el propio Bill Gates lanzó su multibillonario proyecto Catorce Grandes Desafíos, ya en el año 2003. Claro, se pensó que una eventual pandemia afectaría solamente al Sur, subdesarrollado y periférico.
Los “diez aplanadores” que según Friedman uniforman el mundo de manera definitiva comenzaron a crujir. Los muros caídos empiezan a levantarse nuevamente y las ventanas abiertas a cerrarse; los Estados nacionales y las naciones sin Estado se revitalizan; los accesos libres a los códigos fuente se bloquean; el traslado de fábricas para abaratar los costos comenzó a recorrer el camino inverso; las líneas de abastecimiento productivo se alteran y vuelven insuficientes; el libre mercado caduca o se reduce. La pandemia fue un serio golpe para el globalismo.
Friedman, como al pasar y sin darle demasiada importancia sostiene que lo único que puede alterar su “mundo plano” irreductible e inevitable es una guerra, y la única preocupación bélica para el pensamiento globalista es el terrorismo islámico, analizado como fenómeno delictivo extremo, pero manejable y carente de entidad para alterar el destino.
Que Biden vendría a poner en orden los desmadres de la lucha entre globalistas y nacionalistas provocados por Trump fue una gran simplificación. Nadie recordaría la sentencia de Otto von Bismark: “hay cien maneras de sacar al oso ruso de su madriguera, pero no hay una sola para encerrarlo en ella”. Las inseguridades congénitas de Rusia (propia de los nacionalismos) y su resentimiento ancestral con Europa parecían encararse solamente como ejercicios intelectuales. Así, la invasión, por quien cree encarnar la Rusia Imperial de los zares, vino a asestar un golpe demoledor al mundo plano del globalismo.
Treinta años después, la tragedia de la Guerra Fría reaparece convertida en sangrienta jugada con los últimos maestros de las guerras imperiales en escena. Washington y Moscú exponen sus disputas en la civilizada e iluminada Europa, a costa de Ucrania, como antes lo fue Irak, Afganistán, Chechenia, Siria, Irak, Líbano, Somalia y un largo etcétera, intentando conservar o recuperar poder y dinero, luchando por imponerse mediante la mejor y más efectiva aplicación de la violencia, como diría Huntington.
Trump, covid-19, y ahora Ucrania, han sido una verdadera calamidad para el globalismo, mal que le pese al prestigiado historiador israelí Yuval Hararí que, como muchos otros, pretende reducir el relato del conflicto a una guerra por la legítima independencia de Ucrania o la vigencia de valores democráticos anhelados por todo Occidente.
La falta de apoyo universal a las sanciones propuestas por Washington, especialmente por parte de países de la talla de China, India, Irán; otros menos importantes como Brasil, Sudáfrica o Nigeria; la casi totalidad del Sur global; y la renuencia de Japón y Corea del Sur, constituyen una pauta de que la condena contundente a la guerra no implica sumarse al corifeo hacia el templo sacrificial de Dionisio. Las potencias coloniales suelen olvidar rápidamente los daños infligidos, los colonizados recuerdan por largo tiempo.
La fractura del (des)orden globalista supone la constitución de nuevos ejes de poder que en todo caso dejarán atrás al “mundo plano”, sino por siempre, al menos por décadas. Un grupo de naciones girará alrededor de China, con Rusia e Irán como vectores centrales. El Occidente Global quedará constituido alrededor de los Estados Unidos, que dio por tierra -al igual que Europa- con la “economía aplanada”, fortaleciendo su autosuficiencia y su seguridad estratégica. Ambos universos centrales cargados de contradicciones.
Fuera de ellos, el Sur Global (con continentes enteros, como África y América Latina) continuará su ardua y desigual lucha contra los males de nuestro tiempo, exacerbados.
Argentina, si pretende aspirar a una mínima dignidad e independencia, y dada su pertenencia ineludible al Sur Global, no tiene otro camino que buscar imperiosamente el desarrollo de la unidad latinoamericana, y desde allí, por las próximas décadas, sólo le queda ser parte del Occidente Atlántico. México y Brasil, o al menos AMLO y Lula, no solamente parecen haberlo comprendido, sino que ambos ya han comenzado a diseñar políticas comunes que parecen ir en ese sentido, estableciéndose como ejes subregionales del Occidente Global.
Las alternativas que ofrecen Thomás Friedman de un lado y Alexander Dugin, del otro, sólo encierran el destino de la frustración y la dependencia.
Abogado y diplomático