Es apreciable un retroceso general en los niveles de comprensión lectora de las personas. Se arriesga una explicación simple: la televisión por algunas décadas, gradualmente sustituida por las redes sociales e internet.
No sólo los adolescentes y jóvenes pasan horas pegados a las pantallas, sino también los adultos. Comprobar si hemos recibido un nuevo mensaje (según Unesco los dispositivos electrónicos son tocados unas 2.600 veces al día, y se les dedica casi cuatro horas diarias), mantener varias conversaciones en grupo por WhatsApp, consultar noticias a través de “X”, inspeccionar la vida de los demás en Instagram o inmiscuirse en el vértigo inagotable de Tiktok u otras redes sociales, es parte de nuestra rutina. Y lo hacemos en todo momento: mientras vemos la televisión, comemos, interactuamos con otras personas o incluso en el cine. Todos padecemos algún tipo de pequeña o significativa adicción tecnológica.
Mientras realizamos labores diarias, respondemos mensajes por diversas vías, repasamos los “Reels”, y actualizamos novedades de las distintas redes. Se afecta la capacidad de atención, concentración e internalización de la información.
Hay que agregar que, en los procesos de aprendizaje, la memorización goza de pésima reputación. Dejándose de lado el entrenamiento por vía de repetición, el desarrollo de técnicas que estimulen la rapidez mental para el abordaje de problemas, la incorporación rutinaria de prácticas lingüísticas y culturales, el fortalecimiento de la retención de conocimientos y el desarrollo de conexiones entre aquéllos que robustezcan la capacidad crítica, echándonos a los brazos de la tecnología (de la cual dependemos), debilitando nuestra autonomía y abriendo la puerta a distracciones que evitan que el cerebro se enfoque y registre recuerdos.
Como docentes de una carrera de humanidades, dábamos por hecho (habiendo desistido actualmente) que debería ser habitual para los estudiantes la lectura de libros: los recomendados en las diferentes cátedras y aquellos que aparecen en el tapete, cercanos o lejanos a nuestra esfera de conocimiento, invitándonos a un recorrido que a veces puede ser complejo.
Pero se trata de un hábito menguante. La última encuesta de consumos culturales (publicada en 2023, datos de 2022) señala que mientras 9 de cada 10 argentinos vieron televisión (incluidas plataformas) y 9,6 escucharon música (8 por internet), 7 leyeron noticias (casi 5 sólo por redes sociales) y apenas 5 leyeron al menos un libro. Dicho de otro modo, 5 de cada diez argentinos pasaron todo el año sin abrir un libro.
Al respecto fue tendencia en “X” un artículo publicado en la revista estadounidense The Atlantic, titulado “The elite college students who can´t read book”. El trabajo señala que los estudiantes de las universidades de Estados Unidos ya no sólo no leen libros completos -solo fragmentos-, sino que tampoco cuentan con las herramientas conceptuales necesarias para abordar lecturas complejas. Incluso en casas prestigiosas como Yale, Columbia o Harvard.
Henry Kissinger señala en Liderazgo (2023, última obra de su cosecha) cómo la generación de referentes del siglo XX fue la última a la que él denomina de “alfabetización profunda”, es decir la de un lector o escritor que se inmerge en obras largas, de manera reflexiva y analítica. No habrá otro Konrad Adenauer, Winston Churchill o Charles de Gaulle (tampoco un Juan Perón o un Raúl Alfonsín).Y no se los espera. El pulso político se encuentra, la mayoría de las veces, en un redil de 280 caracteres, cada vez más tóxico.
Pero volviendo al comienzo, culpar al teléfono, las redes sociales, los videojuegos o Netflix, sería facilista.
Para aproximarnos a un diagnóstico adecuado corresponde sincerarnos. El artículo de The Atlantic señala una realidad: la lectura perdió centralidad (quizá haya algunas culpas propias). La modificación del capital cultural, que explica en parte la reproducción de las relaciones de clases, que Pierre Bourdieu engloba en prestigio, bienes simbólicos, estilo de vida, sentido del gusto, liderazgo social, no da mayor espacio a la lectura. Seamos honestos, son menos valorados los conocimientos humanistas que los valores individualistas relacionados con la innovación y el emprendedurismo. El sentido de pertenencia a las élites ha renovado sus variables de cualificación o cuantificación.
César Aira, afirma con ironía que leer no enseña nada, aunque “se afina la inteligencia, el gusto, pero ¿a quién le interesa refinarse si para tener éxito hay que ser todo lo contrario?”. Autores como Bourdieu advierten que tambalea la idea de la educación universitaria como garantía de movilidad social ascendente, puesto que el capital cultural no siempre se traduce en capital económico. Seamos claros: las nuevas tecnologías ofrecen vertiginosa recreación, inmediatas respuestas y un arsenal de alternativas para conseguir pronta rentabilidad.
Quizá varados en viejos paradigmas, concluimos en que leer no es importante. Aunque preferimos seguir coincidiendo con la filósofa Martha Nussbaum en señalar el peligro de una sociedad que valora únicamente el beneficio económico y la obtención rápida de soluciones abandonando el desarrollo del pensamiento crítico y la formación personal (practicar el “cultivo de la humanidad”, en sus palabras).
Y, por qué no, recordar con Alberto Manguel que, aunque leer no promete nada, “Nos permite la experiencia de otros seres humanos, experiencias que no tuvimos pero que podremos tener esa riqueza de experiencia. Sobreponernos a los dos espectáculos más importantes del ser humano: el tiempo y el espacio. La lectura nos permite hablar con gente que vivió así hace muchos siglos, en lugares muy distantes que no pudimos conocer”. Algunos dirán que la tecnología ofrece lo mismo, más rápido y mejor. Pero los costos, está claro, surgen a la vista.