En todas las sociedades existen conflictos, máxime cuando existen desequilibrios permanentes –económicos, políticos, de clase, sectoriales, geopolíticos- y que, desde la “grieta” se plantean a todos los “otros” como sucios, feos y malos, generando miedos (ver mi nota “El miedo en el control del comportamiento” HDC 31-01-23).
Elizalde, Fernández y Riorda, en su libro “La gestión del disenso”, señalan las respuestas espontáneas a los conflictos políticos, que consisten en negarlos, desmentirlos, clarificarlos o explicarlos, atacar a los acusadores o culpar a otros. Ante conflictos evidentes, son estos últimos los que se muestran más frecuentes en ese ámbito y el mediático, con periodistas militantes de todas las tendencias, en donde “todos los males” son el resultado de la “culpa” de los otros, cuando en realidad son problemas complejos multicausales.
Pero también en conflictos de vecinos –por ruidos o suciedad-, entre barrios de distinta condición socioeconómica, por acoso en redes o por hechos de inseguridad que no llegan a constituirse en delitos o denunciarse –bullying cibernético, psicológico, verbal, sexual o social. Allí, los códigos de convivencia que no implican privación de libertad, sino multas y acciones comunitarias compensatorias, son muy útiles para resolverlos, antes que sea necesaria la intervención de la justicia penal y sus complejos, largos y costosos procedimientos. Así se puede evitar que pacíficos vecinos se conviertan en justicieros por mano propia, o criminales cuyas vidas quedaran marcadas para siempre.
Cuando el caso llega a la justicia, la búsqueda de un culpable que como chivo expiatorio lave las responsabilidades previas que algunas veces nos incluyen, y la búsqueda de condenas “ejemplares”, más basadas en la venganza que en la justicia, son la forma más visible de estos días.
El caso Báez Sosa y “los rugbiers”, más allá de su evidente culpabilidad en la horrible muerte de Fernando, es uno de esos casos, azuzados por abogados acusadores –fiscalía y querella, que ahora sabemos de su interés político- y medios que, en plenas vacaciones, reiteraron imágenes hasta el cansancio e invitaron a decenas de “expertos” que, sin conocimiento de la causa y pruebas, opinaron sin límite alguno.
Por supuesto que, aún más frecuentes, son los conflictos que revelan discriminaciones de los sectores más acomodados a los de menor nivel socioeconómico. En ellos la “grieta” entre “trabajadores” y “choriplaneros”, es un ejemplo claro, a pesar que los planes representan menos del 3% del presupuesto público para 1,1 millones de personas –que así complementan su trabajo no registrado-, 100.000 menos que en 2019, que algún medio ilustró como blancos con sushi y negros con choripán, como si los planes fueran la causa de “la pérdida del valor trabajo” y de los males de los trabajadores registrados que ven reducir diariamente su poder adquisitivo.
La verdadera solución no pasa por resolver los conflictos, sino por evitarlos y/o minimizar sus efectos, anticipándonos a ellos o haciendo profilaxis de sus causas.
Es que, siguiendo a la teoría sistémica de los grupos sociales –en especial a Nicklas Luhmann (1927-1998)-, que dice “los grupos sociales son auto centrados y autopoiéticos” (se reproducen a sí mismos), no es prudente que sólo logren “identidad”, ya que ello implica excluir a “los otros” y generar las condiciones para nuevas divisiones internas ante conflictos que los enfrentan.
Eso es visible en todos los grupos sociales, todo el tiempo, en especial cuando dejan de ser “exitosos” y cuanto más cerrados hayan sido. Por ello, cualquier grupo social que pretenda ser sostenible debe sopesar sus debilidades y amenazas más significativas, que pueden afectar su éxito y producir divisiones internas irreconciliables, lo que significa estar dispuestos a incluir a otros.
En ese sentido, es clave identificar los grupos de interés que pueden ser afectados gravemente por el grupo o puedan afectarlo del mismo modo, ya sean empresas, organizaciones sociales, políticas, etc. Las actuales metodologías de gestión sostenible –Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS), Global Reporting Iniciative (GRI), y demás- recomiendan alianzas estratégicas, al menos con los grupos de interés más significativos, en los temas comunes clave que permitan disminuir los riesgos de conflicto, aun cuando se sostengan diferencias menores, lo que implica estar dispuestos a transformar gradual y progresivamente las percepciones y valores al aceptar la diversidad.
El camino está marcado a nivel global, se conoce a poco de buscar en las redes formas de gestión sostenible y/o para disminuir riesgos antes que se vuelvan inmanejables.
No se trata de una esperanza, que es una creencia sin fundamento, casi mágica. Se trata de una convicción basada en hechos verificables, que implica asumir como propios los intereses de otros grupos. Para ello es imprescindible que se vuelva a pensar en obligar a las empresas -como se intentó hacer en 2004- a reportar su gestión sostenible, como ya se hace en Europa y otros países, y como debió hacerse hace décadas con los balances financieros.