Estamos a punto de cumplir 39 años de continuidad democrática. Un hecho inédito en nuestra historia política, donde se conjugan el ejercicio pleno de derechos con la alternancia en el poder, sin vetos ni proscripciones. Ese cambio constituye nuestra pequeña revolución ciudadana.
Aquella oleada democratizadora de los 80 en América latina determinó la aparición de un actor que hasta ese momento había desempeñado un rol secundario: la Justicia.
La democracia trajo consigo la vigencia de muchos derechos y la promesa de hacerlos posibles, también el Estado de Derecho, los límites a los gobernantes y otro ideal republicano: la rendición de cuentas de las autoridades.
A las puertas de la Justicia golpean quienes quieren ver satisfechos sus derechos y los que reclaman que se aplique la ley a quienes la violen, incluso a los poderosos.
De aquellos días de la primavera democrática donde teníamos una confianza ilimitada, a estos años complejos, cargados de índices sociales esquivos que avizoran hijos e hijas que vivirán peor que sus padres y madres, hemos aprendido que las cosas no son tan sencillas.
Sin embargo, mantengo ese ideal, el de la necesidad de preservar y profundizar la democracia. Sólo a través de ella los argentinos podemos soñar con un futuro mejor.
Eso requiere coincidencias, proyectos comunes, colocar las energías en trabajar para el futuro, y dejar de lado las divisiones estériles, las confrontaciones inútiles.
La Argentina requiere inexcusablemente fortalecer sus instituciones para lograr un desarrollo sostenido.
Entre ellas, la Justicia ocupa un lugar preponderante. Debemos lograr que la Justicia funcione sin interferencias, de modo más eficiente, hacerla más abierta, amigable, permeable a los intereses de la ciudadanía.
Estamos frente a un fenómeno grave. La pérdida de confianza de la ciudadanía en la Justicia. Todas las mediciones resultan alarmantes, incluso las extranjeras, como Latinobarómetro.
En la región, la confianza en la Justicia no supera el 25 por ciento, y en Argentina se reduce al 14 por ciento.
Creo que la Justicia padece una doble crisis: una política, la sociedad sospecha que los jueces no resuelven los casos imparcialmente; otra técnica, de eficiencia, los procesos no se resuelven en tiempo útil, hay dificultades de acceso y de apertura.
La intervención creciente de los jueces en temas que tradicionalmente estaban exentos de control judicial, y la apertura de causas por corrupción estatal, motivó que los poderes políticos traten de influir en las designaciones, o bien directamente en las sentencias.
Hay hoy interferencias desde sectores de gobierno que lesionan la independencia.
Es el poder político el primero que debe fortalecer la credibilidad en la Justicia, y lo que vemos hoy es precisamente lo contrario. Se denuesta a los jueces y se los pone bajo sospecha.
Urge restaurar esa confianza perdida en la Justicia. Y esto solo se logrará desde la política.
Por medio de acuerdos genuinos en mejorar su funcionamiento y a la vez respetar su independencia. Hasta ahora esa posibilidad de acuerdos parece lejana.
No tenemos Defensor del Pueblo desde hace casi cinco mil días, son trece años y medio. Se trata de la figura constitucional encargada de defender los Derechos Humanos. No se ha podido designar Procurador General, pese a la importancia del cargo. .
Además, casi un tercio de las vacantes están sin cubrir en juzgadores federales y nacionales, lo que coloca en riesgo la prestación del servicio de justicia.
La agenda de gobierno se enfrasca en una reforma en la integración de la Corte, completamente absurda.
Finalmente, y ante el fenómeno que se desata en estos días con el estreno de la película «Argentina. 1985», quiero rescatar la importancia de mantener el recuerdo vivo del juicio, de lo que significó, y el contraste con el presente.
Hay ahí culpas concurrentes, sin dudas, en la malversación de la confianza en la justicia. Debemos restablecer aquellos lazos y recuperarnos prontamente de tantos desencuentros.