La política de seguridad de la Nación a cargo de la ministra Sabrina Frederic parece un eufemismo de un equivalente a inseguridad, una expresión más suave o decorosa del autor con que se sustituye otra considerada grosera o demasiado franca. En definitiva, se podría estigmatizar de otra manera más hosca porque su resultado, a nueve meses de gestión, está a la vista: no se entiende, desde la criminología, que hace una antropóloga en tan crucial cargo de gestión de fuerzas federales; Policía Federal Argentina; Gendarmería Nacional; Prefectura Naval; Policía Aeroportuaria; y ordenamiento de estrategias de política criminal a nivel nacional, destinadas por manda constitucional a brindar seguridad.
No se le conoce a Frederic ninguna experiencia que acredite relación con una gestión de seguridad, ya que sus conocimientos resultan del ámbito de la ciencia que estudia los aspectos físicos y las manifestaciones sociales y culturales de las comunidades humanas, podría, por ende, sí integrar un equipo de seguridad, como lo ha hecho, pero nunca liderarlo.
Frederic, una licenciada en ciencias antropológicas y doctorada en la Universidad de Utrecht, investigadora independiente del Conicet, directora del proyecto El Estado y la Seguridad Pública: obediencia, desobediencia y autoridad en las fuerzas policiales y de seguridad de la Argentina contemporánea”, no aparece con títulos suficientes que acrediten idoneidad para comandar parte a las fuerzas federales, instruirlos y subordinarlos. Sí, se reitera, para asesorar. Sin embargo, el Presidente para ese cargo la designó, inclusive prologó un libro intitulado Hablemos de ideas”, en el cual la funcionaría es autora de un capitulo, Seguridad para todos”, que dio una visión fantasiosa de la prevención criminal; hoy su resultado de gestión sin dudas ha sido fallido, y no sería de extrañar, por sus esplendidos errores, una eventual salida del gabinete en el recambio lógico de toda gestión presidencial.
Una ministra de Seguridad que discute la existencia, con fuerza de ley, del código penal en el país que ella desempeña el cargo, resulta una entelequia intelectual, una irrealidad insustentable. Desde su asunción no se conocen procedimientos de importancia de represión contra el narcotráfico, contra el contrabando ni de prevención efectiva de la delincuencia en al ámbito nacional, tampoco apoyo de sostén de fuerzas federales de forma continua y coordinada con fuerzas policiales provinciales, ni atisbo de un plan de acción estratégico de las fuerzas que comanda de política criminal, menos aún de auxiliar de la justicia federal en la represión del crimen. Si la anterior gestión de seguridad se vio signada por el marketing, la política del gatillo fácil, el autoritarismo y el desprecio por las garantías, una política criminal signada como operación militar, la actual aparece como una que niega los objetivos que debería signar de la propia función. La ministra parece desconocer que el Estado debe garantizar, básicamente, aparte de la salud y la educación, la justicia y la defensa, la seguridad de sus ciudadanos, llevando ínsito lo último el respeto a las demás garantías constitucionales, como el de propiedad, que de ninguna manera puede ceder ante el delito.
El pensamiento penal de la ministra es reaccionario y clasista, porque le adjudica al delito ser la consecuencia de necesidades insatisfechas de sus autores, por lo que podemos afirmar que condiciona la pobreza a su producción. Por ejemplo, que las tomas de tierras, o sea las usurpaciones, previstas en el artículo 181 del Código Penal, obedecen a la pobreza. Eso es un simplismo insultante a las capas más desposeídas de la sociedad, al adjudicársele la contravención penal a una determinada condición económica. Véase entonces cómo, por la vía del absurdo, se puede leer lo progresista como reaccionario y por vía directa de razonamiento, que parte es un abolicionismo del sistema leyes que rigen la sociedad.
La razón de la existencia del derecho penal resulta ser una parte del ordenamiento jurídico que tiene por objeto la protección de los bienes jurídicos fundamentales del individuo y la sociedad, funcionando como un instrumento de control que persigue el objetivo de mantener el orden social. Se puede discutir la ideología del pensamiento penal, pero ningún Estado, sea de régimen democrático o autoritario, lo ha abolido. El pensamiento abolicionista del sistema normativo penal se traduce en códigos se emparentan con la ilusión del manejo anárquico de un Estado.
Pero no queda ahí el pensamiento de Frederic sobre el desempeño social de las personas que integran el grupo, ya que entiende que el enfrentamiento dialéctico conlleva a la solución del conflicto, cuando en verdad lo profundiza, entonces su radicalización no se condice con los fines de un Estado democrático, que ínsitamente preconiza la negociación ideológica permanente.
En definitiva, se entiende que el Estado argentino carece de una política criminal, o de seguridad, como quiera llamársele de acuerdo al arco ideológico en que se encuentre el lector, cuestión muy preocupante cuando no solo existe, también se percibe una desprotección del Estado en la materia. Dicho de otra manera: un retiro del Estado de su deber constitucional.