Así como el estado constitucional mostró históricamente versatilidad para transformar, hoy algunos de sus mecanismos presentan dificultades de adaptación.
El paradigma pudo aportar a proyectos de modernización “sólidos”, aunque la ocurrencia -por fuerzas externas a su cauce- de un modelo relacional “líquido” hoy afecta significativos aspectos relacionados con el acceso al poder público y los vehículos empleados a dicho fin: los partidos políticos.
Derivados de los clubes burgueses de fines del siglo XVIII, los partidos se las arreglaron para atravesar -y apuntalar- durante la centuria siguiente grandes transformaciones del mundo: la revolución industrial, la consolidación de un centro y una periferia global, las pujas transnacionales por su dominio económico y político, la gestación de nuevos derechos y deberes sociales y políticos, o la gradual transformación de los Estados, de “liberales”, a “democráticos”.
Convertidos en estructuras con raigambre constitucional, se consolidaron durante la primera mitad siglo XX, coexistiendo, en tensión pendular, matrices plurales con experiencias restrictivas de la democracia (fascismo, comunismo, dictaduras cívico-militares, etc.), donde el partido -predominantemente único- también fue protagonista.
Tras la Posguerra, los partidos -en ambos sistemas- mantuvieron la centralidad; durante la Guerra Fría gradualmente ganó terreno el modelo democrático (retracción del colonialismo, finalización de experiencias dictatoriales europeas en los 70, crisis y derrumbe del orden socialista desde los 90). Sobreviviendo como catalizadores de la expectativa ciudadana y polea de transmisión en el andamiaje representativo.
Pero tanto aquellos procesos de cambio, como la inmersión en el paradigma líquido, los ha puesto en crisis: los ajustes desde los años 70, la globalización, las “democracias de audiencia”, o las sucesivas formas de relación social en red inciden en que aquellas estructuras sólidas hoy no brinden las prestaciones suficientes para desenvolverse, con éxito, en la faena constitucionalmente asignada.
En su evolución combinaron perdurabilidad y dinámica. Para triunfar en elecciones nacionales apelaron a bases amplias de votantes, tendiendo su oferta a irse hacia el centro. En esquemas predominantemente bipartidistas, las agrupaciones solían poseer, empero, líneas internas conservadores y vanguardistas, que, en algunos momentos, parecieron tener más afinidad ideológica comparadas con la rama equivalente del partido rival, que con su oposición interna.
En tiempos líquidos, la situación cambia. Los liderazgos son difusos. Sin estrategia, los viejos partidos se desgastan o licúan en coaliciones coyunturales.
La presión popular, las ambiciones dirigenciales, las agendas fluctuantes, la velocidad de la información agotan la capacidad de aglutinar.
En países como el nuestro, las Paso facilitaron la resiliencia del bipartidismo, que mutó a la existencia de dos grandes coaliciones (aunque en las últimas elecciones legislativas aquéllas no lograron contener a personas e ideas desperdigadas, pero influyentes).
Coaliciones “a la carta”
En tiempos de vocación gastronómica (gran entretenimiento del momento) resulta empático comparar las alianzas heterogéneas como el Frente de Todos, o Cambiemos, con las emulsiones que trabajosamente se intentan en Masterchef Celebrity o tantos programas de cocina. En las emulsiones -desde la mayonesa, pasando por ciertas salsas, hasta el merengue- hay una vinculación transitoria y deliberada de elementos no nacidos para aglutinarse: son volátiles y destinadas a consumirse rápido. Aun cuando se las considere estables o inestables, según su mayor o menor capacidad para permanecer constante durante cierto tiempo, siempre requerirán de maestría para alcanzar un punto y mantenerse en cualquier receta, tendiendo naturalmente a separarse (o “cortarse”) en aquellas materias que le dieron origen.
Las coaliciones actuales confirman los límites de los viejos partidos, al unir por poco tiempo, desprenderse fuerzas del núcleo original, o aparecer expresiones sin vocación de unirse a aquél; sin relevancia del centro, por derecha o izquierda nacen grupos rupturistas que cosechan adeptos en electorados decepcionados, relativizando tradiciones. A modo de ejemplo, los “libertarios”: fueron los izquierdistas los que, hasta los 80, reivindicaron lo colectivo; hoy se reclama esa bandera desde el borde contrario, para defender el individualismo.
Ofreciendo nuevos sabores, cambiando las proporciones de sus componentes para nuevos paladares. Las segundas vueltas ayudan a dar forma a la renovada receta.
Ya varios países europeos -España, Alemania, Suecia, Holanda, entre otros- mostraron las dificultades de los partidos para arribar a acuerdos de gobernabilidad, con antiguas agrupaciones desgastadas y nuevas fuerzas que logran imponer condiciones desde un peso relativo. En América pasó en Brasil, donde el inicialmente rupturista Bolsonaro terminó liderando una improvisada coalición que va en busca de su continuidad. Lo mostraron en Perú el triunfador Castillo o su oponente Fujimori. Lo procuran Kast o Boric en Chile, el primero sumando al oficialismo como furgón de cola para el ballottage de diciembre, el segundo colectando a los retazos de la ex Concertación…
¿Qué pasará en Argentina? Espert o Milei crecen por derecha criticando al sistema, mientas la coalición conservadora Cambiemos (o Juntos) cruje en internas. En paralelo, peronistas de peso en sus distritos, como Randazzo, Urtubey o Schiaretti, buscan proyección nacional por fuera de la alianza oficialista. Todos amenazan con desgranar a los bloques de más peso en el Congreso.
Sin platos fuertes, ¿nos perderemos en un menú de pasos? El problema es para analistas políticos, o para chefs; sin olvidar que no toda innovación conquista el paladar, como también que cuando la emulsión se corta, hay que descartarla y empezar de nuevo.