Por Cezary Novek
y el tren salía de un galón en Bermejo
con los olvidos de la muerte:
muertos de barba derrumbada y ojos en vela,
muertas de carne desalmada y sin magia.
Jorge Luis Borges
La imagen se encuentra en el Museo Nacional de Artes Visuales de Uruguay y muestra una escena de gran intensidad dramática: una mujer muerta yace en el piso de una habitación junto a un niño pequeño que se acerca con intención de amamantar. De fondo, en la penumbra detrás de la puerta, se puede ver el cadáver de un hombre sobre una cama. La situación es presenciada por dos médicos que acaban de irrumpir –junto a un muchacho–, en la casa: el doctor José Roque Pérez y el doctor Manuel Argerich.
Es un óleo sobre tela, de 230 x 180 cm, y está inspirado en una tragedia acontecida el 17 de marzo de 1871 –recogida en un artículo del diario, que se basa en el parte policial del Comisario Lisandro Suárez– en un conventillo de la calle Balcarce 834 (según la numeración vieja).
La mujer –una inmigrante italiana llamada Ana Brisitiani– fue encontrada por un policía, que trasladó al niño a una comisaría. El padre, que en el cuadro aparece muerto sobre una cama, no pudo ser ubicado, aunque se cree que estaba internado en La Boca. Según informes de la época, la familia era de ese barrio y la mujer con el niño se habrían refugiado transitoriamente en el conventillo de San Telmo.
El cuadro es una alegoría en homenaje a los muertos por la peste. Los mismos doctores fallecieron por la fiebre pocas semanas después. Hay diferentes interpretaciones sobre la manera de representar el hecho: el padre muerto tiene un notable parecido con el Jesús de Lamentación sobre Cristo muerto (1475-1478), de Andrea Mantegna (1431-1506), lo cual mostraría la impotencia de la fe ante la enfermedad. Los dos médicos aparecen como los salvadores, los racionalistas –y conocidos masones– que traen luz en medio de las tinieblas. La iluminación parece una referencia a Corral de apestados (1798-1800), de Goya (1746-1828). El chico que los guió hasta el lugar los mira angustiado y a la vez confiado en la sapiencia de los galenos. El doctor Argerich se descubre la cabeza al momento de entrar, como una manera de saludar respetuosamente a la muerte, mientras Roque Pérez se toma las manos en señal de impotencia ante el patetismo de la situación. Detrás de ellos, sin atreverse a entrar, dos hombres los esperan. Uno de ellos se tapa la boca con un pañuelo, el otro mira de reojo hacia adentro, temeroso. Finalmente, en el centro de la escena, iluminados por el haz de luz que entra de la calle junto con los doctores, se encuentran el cuerpo de la madre junto al niño. Ella es joven y de una belleza clásica, parece una estatua de mármol impoluta. El niño intenta llegar al pecho porque tiene hambre, sin percatarse de que está ante un cuerpo sin vida. Unos utensilios y colchas tirados en el piso sugieren el repentino desvanecimiento de la mujer al quedarse ya sin fuerzas.
La escena recuerda mucho a la imagen de La Difunta Correa, figura mítica pagana del folklore argentino, oriunda de San Juan. Esta leyenda tiene su origen en San Juan entre 1835 y 1850, y se extendió por todo el país, llegando incluso a países vecinos como Chile o Uruguay.
Según se cuenta, Deolinda Correa falleció en Vallecito, cuando iba con su hijo camino a La Rioja, en busca de su marido a quien los montoneros habían reclutado por la fuerza durante las guerras civiles. Unos arrieros la encontraron bajo un algarrobo, cuando ya había fallecido de hambre, sed y agotamiento. El niño aún vivía y estaba alimentándose de la leche que aún manaba de sus pechos.
Según bocetos previos de esta pintura, el planteo era muy diferente. Los médicos ingresaban por el costado izquierdo, dejando entrar mucha menos luz que en la versión definitiva. En las sombras de la habitación se puede ver mucho más clara la figura del cadáver del padre, que está literalmente despatarrado sobre la cama. Sentada en el piso y con la espalda contra la cama, la madre es presentada como una mujer decrépita, mucho mayor que la versión final y devastada por la enfermedad. El niño aparece en pleno acto de lactancia. Argerich lleva la galera puesta y Roque Pérez está a punto de retroceder, sobresaltado ante la imagen. Como se puede ver en la versión definitiva, el autor –Juan Manuel Blanes– se decidió por una composición mucho más impactante a su vez que la imagen quedó más estetizada y apta para todo público, especialmente en lo que respecta al cuerpo de la mujer.
El cuadro fue expuesto el 8 de diciembre de 1871 en el Foyer del Teatro Colón. El gobierno argentino se interesó en adquirirlo, pero cuando se realizó la oferta la obra ya había sido adquirida por el gobierno uruguayo para incorporarlo al Museo Nacional, en el que aún se encuentra.
Pese a ser uno de los momentos más trágicos y que dejaron huella en la historia de la capital de nuestro país, no hubo tantas representaciones artísticas como se podría suponer. Guillermo Enrique Hudson escribió una novela breve ambientada en la época de la epidemia, titulado Ralph Herne” (nombre del joven médico protagonista). Hay una película de tono dramático social, de 1982, dirigida por Javier Torre, llamada Fiebre amarilla”. En 2015 la editorial Entropía publicó un libro de Diego Muzzio, con tres nouvelles de terror gótico ambientadas durante la epidemia de 1871: Las esferas invisibles”. Por fuera del arte, existe un monumento en el actual parque Ameghino a las víctimas de la fiebre. También hay, además del Diario de Mardoqueo Navarro (una de las principales fuentes documentales son sus crónicas diarias de la epidemia) otros libros que narran esos meses en que el mundo parecía llegar a su fin, al menos para Buenos Aires: Bajo el horror de la epidemia”, de Ismael Bucich Escobar (1932), La peste histórica” de 1871, de Leandro Ruíz Moreno (1949), y Cuando murió Buenos Aires”, de Miguel Ángel Scenna (1974).
Hay, además, una recreación fotográfica del cuadro, en un contexto contemporáneo: La fiebre” (2002), de Leonel Luna.
Gracias a esta epidemia se empezó a pensar en una planificación urbana a largo plazo, realizando tendidos de agua potable y cloacas que abarcaran todo el ejido de entonces y, además, teniendo en cuenta el crecimiento poblacional posterior. Eran tiempos de créditos internacionales y en donde se pensaba en construir un Estado Nación –proceso que culminó en la época del Centenario, con un segundo pico de desarrollo durante la primera presidencia de Perón– que pudiera crecer de forma sostenida a la manera de los modelos europeos.
Otras carencias y problemas de infraestructura se ponen en evidencia en la pandemia actual. Los tiempos han cambiado, y los recursos son diferentes a los del siglo XIX: la ausencia de la liquidez de antaño tiene su contrapunto en el desarrollo tecnológico y científico actual, con una población alfabetizada mucho mayor.