En una época de grandes preguntas, hacia mediados del siglo XVII, Evangelista Torricelli, que había sido discípulo de Galileo, se interesó por el hecho de que los mineros no podían subir el agua, con bombas manuales, más allá de una elevación de diez metros de tubería. Se suponía por entonces que producido el vacío en el tubo y empujado el líquido a llenar ese vacío, el agua no podía sino subir; cosa que hacía, en efecto, pero su ascenso se interrumpía inexorablemente a los diez metros. Torricelli, tal como nos enseñan en la escuela, invirtió el razonamiento y propuso la hipótesis de que el agua no subía más allá de ese límite por la presión ejercida por el aire sobre ella. El italiano ideó su experimento en 1643: llenó un tubo con mercurio (13,6 veces más denso que el agua), lo dio vuelta sobre una fuente y el tubo descendió hasta el mismo nivel proporcional que lo hacía la tubería de los mineros. Torricelli probó que vivimos en el fondo de un océano de aire, y midió por primera vez el peso de ese inmenso mar etéreo sobre nuestras cabezas: un poco más de un kilo por cada centímetro.
Reconociendo que su descubrimiento, a pesar de lo ingenioso estaba lleno de variantes (la hora en que se hiciera la medición, la ubicación, la altura topográfica respecto del nivel del mar, etc.), la postulación del genio italiano quedó condicionada a un momento ideal: ese escenario que también en aquella lección de física elemental nos enseñaron como “CNPT”, en condiciones normales de presión y temperatura. Lo que Torricelli ni ninguno de sus continuadores podían calcular era que la presión atmosférica variase también con el humor social y los avatares políticos.
En esta segunda década del siglo XXI percibimos cómo la atmósfera se enrarece más y más. El aire diáfano ha sido reemplazado por unos vientos pestíferos y el simple y llano olor a tierra mojada, que solía anticipar un chaparrón energizante, llega ahora en vahos de moho y podredumbre. La atmósfera se ha viciado. Sin embargo, vamos a la columna mercurial y la presión en hectopascales sigue siendo la misma que midió Torricelli; luego, lo que ha cambiado en nuestra percepción del peso del aire. ¿Puede un momento histórico influir en la percepción de un fenómeno físico? Supongo que me sería difícil probarlo a nivel experimental (habida cuenta, además, que de física sólo cuento con aquellas lecciones básicas de la escuela), pero me parece evidente que sí, y haciendo apenas una observación participante de la cotidianidad urbana.
Hace poco, en su columna Café Perec el estimado Enrique Vila-Matas se unía también a esta percepción de aire enrarecido que tiene nuestro tiempo, y lo relacionaba con el empuje de los nacionalismos, que crean una sensación de asfixia mental cada vez que intentan decidir los límites de la cultura. Todo énfasis nacionalista se define por exclusión, entonces saber quiénes quedan afuera ratifica la confianza de quiénes han quedado adentro. “Uno acaba dando pasos para que —como canta Luz Casal— corra el aire”, concluye Vila-Matas, y recomienda, para respirar una atmósfera menos enrarecida, escribir mezclando el aire propio con los aires de extranjería. No dejarse aprisionar por las camisas de fuerza del nacionalismo, de los regionalismos, de los localismos (como quien dice, “del cordobesismo”), y apostar por lecturas y por escrituras plurales, diversas, rebeldes. Este peso atmosférico artificialmente denso, este aire enrarecido se limpiará a fuerza de cultura cosmopolita, aquella vieja y buena enseñanza estoica.
Vila-Matas ejemplifica esa actitud de resistencia desde la literatura en una figura icónica: la de “Bartleby, el escribiente” de Herman Melville, que ante las órdenes y las imposiciones del entorno asfixiante y enrarecido de Wall Street, en cuyas oficinas debía trabajar, siempre respondía con una cáustica frase estoica: “Preferiría no hacerlo”, (“I would prefer not to”). Afortunadamente, entre nosotros es posible encontrar con cierta frecuencia esa actitud de libertad y rebeldía desde la creación literaria. Estos últimos días la he encontrado en un pequeño y exquisito libro, “El viajero”, de la poeta Susana Cabuchi, que editó en Córdoba el sello Viento de fondo a fines de 2018.
El viajero es el que pasa, el que llega, se queda un tiempo y vuelve a partir; el que trae aire fresco; el que deja un hueco imperceptible pero real cuando se va. La poesía de Susana Cabuchi participa de esas características de su personaje: refresca, desencartona, despoja de adornos fútiles con su lenguaje despojado. Cabuchi –nieta de inmigrantes sirios, cosmopolitas en tierra nueva- vuelve a la infancia, a la casa, a la naturaleza, a los abuelos que hablaban otras lenguas, a las imágenes más simples, aquellas que –sugiere la poeta- son las que pueden ayudar a limpiar una atmósfera artificialmente enrarecida: “Cuando dejaba de llover/ buscábamos charquitos./ Ahí estaban/ repetidos/ el cielo, los árboles,/ algún pájaro en vuelo,/ nuestros rostros./ El viajero nos contó/ una historia de agua/ y con ternura dijo:/ cuando sean grandes/ no dejen/ de buscar espejos/ al final de la lluvia./ Obedecemos. Aún hoy/ obedecemos.” La resistencia a los intentos homogeneizadores de este tiempo vendrá desde la diversidad que logre reflejar la cultura. Como aquellos reflejos en los charquitos de Susana Cabuchi.