Por Silvia Barei
Los mitos suelen volver para iluminar cosas del presente que tratamos de entender. A propósito de Evo y la lastimada Bolivia, recuerdo a Prometeo.
Prometeo roba el fuego a los dioses, desobedece al poder, empodera a las mujeres (consideradas inferiores en su época) y es sometido a un castigo brutal. Hay varias versiones del mito, pero la más conocida entre nosotros es la tragedia de Esquilo (425/456 aC), “Prometeo encadenado”, en la cual el héroe aparece como aquel que redime a los hombres de su desnudez, su hambre y su desprotección, dándoles el fuego que él mismo ha tomado de los dioses (más particularmente, a Hefesto) sin su permiso. Los protege también de las arbitrariedades del poder de los todopoderosos.
Aún con diferencias en sus versiones, el mito es bárbaro y cruel, y la historia de Prometeo es trágica: el castigo es desmesurado y se materializa en su propio cuerpo encadenado a una roca (su hígado será devorado por un águila de manera incesante).
En un Seminario de Verano que impartimos en 2014, en la Facultad de Lenguas, desarrollamos la hipótesis de que Prometeo metaforiza las “maneras de la cultura para plantear la relación entre violencia, poder y (des)orden social”, como lo señalaba por entonces Pablo Molina Ahumada. El caso de Bolivia puede pensarse en términos de tragedia, ya que marca el fin de una época (desde 1983) en la que las fuerzas armadas dejaron de interrumpir el orden constitucional en América latina con golpes de Estado (si bien es cierto que “colaboraron” de buena gana en Honduras y Paraguay).
Los logros indiscutibles en lo político, lo económico y lo cultural del gobierno de Evo Morales y Álvaro García Linera, no fueron suficientes para evitar este momento aciago (¿o tal vez fueron más que suficientes?); para evitar, justamente, que la violencia opositora y las fuerzas de las derechas nacionales e internacionales encontraran razones y excusas para hacerse nuevamente con el poder.
El empoderamiento de la población de origen indígena, y particularmente de sus mujeres, construyó alternativas al modelo capitalista, arraigándose en saberes y prácticas ancestrales. Pero, contrariamente a lo que señalan los opositores de Evo y García Linera, los trece años y unos meses fueron poco tiempo.
Poco para refundar una república según una constitución plurinacional. Poco para afianzar los logros políticos y económicos que nacionalizaron los hidrocarburos y repartieron sus regalías en bienestar para el pueblo. Poco para que las mujeres “de polleras”, y también las de pantalones, pudieran caminar por las veredas, hablar y reconquistar derechos.
El exilio de Evo es el tormento de Prometeo, aunque éste fue finalmente liberado por Heracles quien iba de camino al jardín de las Hespérides, así como habrá para Evo seguramente, un jardín al final de este destierro. Un reconocimiento para quien fue un transformador de la vida de su pueblo sin negociar ni con la barbarie racista, ni con el acendrado colonialismo, ni con el neocapitalismo depredador.
En el mundo antiguo, el destierro era un castigo muy grave, equiparable a la muerte, y se aplicaba en el ámbito político a los personajes notables que se considerasen “perturbadores de la paz”, pena denigrante que prohibía el acceso al agua y al fuego (Aqua et igni interdicto) en la propia patria.
Exiliado y refugiado no es lo mismo. Son dos expresiones que han tomado acepciones diferentes en el mundo actual pero no vamos a detenernos acá en esta distinción, aunque todos ellos, como dice la escritora italiana Susana Tamara, hacen pensar más que en una amenaza, en “una interrogación sobre nosotros mismos, sobre el sentido de nuestro estar en el mundo”.
Prometeo no es un mediador entre lo humano y lo divino; sus atributos son la audacia, la inteligencia y la voluntad de libertad para todos. Por ello el mito sigue funcionando como clave de lectura de la actualidad, como clave política para dar alguna respuesta -de tantas posibles- a los dolorosos desafíos del presente latinoamericano.
Evo es ahora un exiliado, y México es, como siempre, en sus gestos de acogida fraterna, de comprensión para con los que vienen de otras culturas, el país que responde en función de la Declaración Universal de los Derechos Humanos Emergentes, de 2007: “Respeto a la dignidad del ser humano, libertad, justicia, igualdad, solidaridad”.
Ex vicerrectora de la Universidad Nacional de Córdoba.