El presidente Alberto Fernández aludió, de modo contundente, a la política como obstáculo a la lucha contra la pandemia. En oportunidad de anunciar nuevas restricciones frente al ascenso exponencial de los contagios que se registra en los últimos días, dijo enfáticamente: Esta catástrofe no puede volverse una miserable disputa política”, refiriendo de esta forma a la continuidad exacerbada de un discurso que pareciera poner por delante de toda acción la búsqueda de rédito electoral.
Tal presunción se basa en una línea discursiva coherente que se viene materializando desde las posiciones negacionistas de la oposición respecto a la existencia misma de la pandemia, hasta los sucesivos ataques frente a las distintas fases. Varios de ellos son destacables por su falta absoluta de medida: infectadura”, envenenamiento”, la más reciente declaración de la presidente del PRO señalando que se resistirán” las medidas del gobierno nacional, antes aún de que las mismas fueran adoptadas.
Este anecdotario del absurdo responde, aunque sea difícil aceptarlo, a un plan racional, esto es, a un plan que se estructura y que responde en sus distintas acciones a un objetivo político. Se trata centralmente de la búsqueda del fracaso de la administración gubernamental nacional, porque ello exculparía a la anterior administración 2015-2019 de su propio y estrepitoso fracaso durante el ejercicio del poder del Estado.
Mucho más allá de las ideas que tengamos respecto al gobierno en funciones; o de nuestra mayor, menor o nula adhesión al mismo; hay un bien superior, muy superior a las ventajas políticas, que debería orientar como principio de organización social frente a la catástrofe todo comportamiento. Ese bien es la salud pública, el bienestar físico, psíquico y material de las grandes mayorías. Pero ello requiere del apego a una cultura social y política basada en una ética de los derechos humanos en sentido amplio; y nada más lejano de las corrientes que adhieren al neoliberalismo político y económico.
La campaña del absurdo a la que nos referimos trasciende el espacio de la política partidaria para recalar en la conciencia social. Desvalorizar el riesgo de la pandemia; considerar como propias de una dictadura” las medidas de prevención; tachar de veneno a la reconocida vacuna producida por el Centro Gemaleya, de prestigio global; resistir las nuevas medidas preventivas sin conocerlas, promueve la irresponsabilidad frente al riesgo del contagio que lleva -especialmente a la población de adultos mayores- a la posibilidad de la muerte. Reparemos que se trata de la población integrada por los padres y abuelos de quienes son, al momento, la mayor fuente de contagio: los adultos de entre 30 y 50 años.
Tal belicosidad política pretende, además, contradecir los hallazgos de las ciencias sociales en materia de riesgos poblacionales; hallazgos según los cuales los riesgos son percibidos crecientemente como un producto de la acción humana, y solo pueden ser conjurados mediante una práctica que tenga como centro los autocuidados y los cuidados comunitarios o colectivos.
Esto es, sin una conciencia reflexiva sobre nuestro hacer cotidiano, sobre sus efectos (sobre uno mismo, pero también sobre el otro), no hay solidaridad.
Y si no hay solidaridad, la batalla contra la pandemia descansará, en el mejor de los casos, en la sola acción del Estado, indispensable pero insuficiente.
La segunda cuestión que está en el discurso político opositor es su defensa” a ultranza de la economía, digamos, de la libertad económica, algo que sería conculcado por las medidas preventivas. Pero nada más falso. La crisis económica, si bien se agudiza por la pandemia, proviene del actuar del mejor equipo de los últimos 50 años” que, llevando a la economía argentina a la necesidad de un nuevo acuerdo con el FMI, la dejó en la inanición misma, generando nuevos riesgos, cuales son aquel de la dependencia estructural de nuestra sociedad respecto del capitalismo financiero y de la cristalización de una desigualdad socioeconómica escandalosa.
El Gobierno enhebró paralelamente a la política contra el covid-19 toda una acción destinada a sostener a hogares, a través del Ingreso Familiar de Emergencia (IFE), y a la actividad económica mediante el programa de Asistencia al Trabajo y la Producción (ATP). Una tal política fue seguida por países europeos y auspiciada incluso por el FMI, que comprendía así la magnitud de la crisis. El Gobierno priorizó con esta política a las franjas sociales más vulnerables y a las Pymes. El crecimiento que se observa en algunos pocos sectores de la economía obedece a este importante impulso a la demanda interna, motor del desarrollo económico. Sin embargo, la desigualdad no pudo ser tocada: las últimas estadísticas del Indec hablan de una pobreza que incluye a seis de cada diez niños.
Pareciera imprescindible, en este marco, la rehabilitación de los instrumentos de emergencia mencionados, lo cual, seguramente, comprometerá los niveles de déficit en las finanzas públicas que exige un acuerdo con el FMI. Pero ello nos vuelve a colocar en lo que entendemos como un falso dilema: salud o economía. Una economía redistributiva resulta indispensable a la salud de la población, pero también a la misma economía. La historia lo demuestra y la política bien entendida debe tomar ello en cuenta.
Profesor del Doctorado en Administración y Política Pública, UNC.