Creí que era una noticia falsa. Por eso tuve que ver el tramo donde el Presidente de la Nación retoma la oración, atribuida alguna vez a Carlos Fuentes y usada por Litto Nebbia: los argentinos descendemos de los barcos”. Y lo lamenté. Pero quisiera dejar claro qué es lo que lamenté, y también qué es lo que, pensándolo bien, podemos ganar con todo esto.
La caterva de memes no se hizo esperar. Todos tenemos cruces en redes con grupos machistas, misóginos y racistas, y no carece de interés ver cómo los posteos unían la crítica a la expresión de Alberto Fernández, supuestamente por racista, con otros chistes de un racismo-clasista explícito. Los psicoanalistas deben estar haciéndose un pic-nic con lo que tanto chiste revela en sus emisores.
Además, otros periodistas se escandalizaban por la comparación. Haciendo zapping radial escuché un tema de Nebbia y lo dejé, aunque me sorprendió la radio en que lo ponían. Enseguida entendí. Cortaron el tema y la conductora dice que de ahí salió la afirmación de Fernández, y que por supuesto que los argentinos venimos de los barcos”, pero lo que molestó fue la comparación”.
¿Perdón? ¿Por supuesto qué? ¿Acaso nuestros conciudadanos de las naciones Kolla o Qom -para nombrar solo dos- son parte de un pasado desaparecido? ¿Acaso haremos otra vez la estrategia de negar su presencia, o, a lo sumo, blanquear” sus cuerpos mediante un supuesto mestizaje” omniabarcante? (incluido el de quienes llegaron en barcos… esclavistas).
Nuestro colonialismo, así como nuestro machismo y nuestro racismo, son brutales: lo permean todo, íntimamente, inconscientemente, desde el fondo de nuestra palabra. De allí que posiblemente la frase del presidente sobre el europeísmo, que antecedió a la de las procedencias, sea más preocupante.
Reconocer aportes de una cultura –de toda cultura, incluida la europea– es sabio. Pero eso no se puede confundir con una cabeza, un corazón y una estética colonizada. El reconocimiento de otros no puede prescindir del más inmediato y primer reconocimiento de los nuestros.
Para que algo insulte se requiere una de dos cosas (o ambas a la vez): una afirmación y una intención. El Presidente dijo que no fue su intención. Seguramente. Pero lo interesante del caso es cómo algo puede convertirse –mediante un contexto o una serie de intenciones– en un insulto.
Me permito una breve digresión sobre un maestro en mi vida: cuando mi hijo tenía 9 o 10 años, un compañero le dice en un recreo corrés como una nena”, a lo que él le contestó uy, ¡qué bueno!”. Jaque mate. La expresión del insulto deviene reconocimiento, valoración propia, orgullo. Como enseña el cuarto mandato” Kolla: ama llunku. No seas servil.
A pesar de todo esto, podemos ganar algo importante de lo que pasó, con una doble jugada. Primero, a los escandalizados por las palabras se les puede ejercer la misma vigilancia de sus expresiones, para ver en cuáles de ellas, en los memes y chistes que reproducen, se trasunta el racismo, la misoginia, la aporofobia.
Y segundo, cantar retruco a quienes se escandalizaron. ¿Cuál sería la ignominia de venir de la selva o de los indios, de esos gallardos pueblos que coexistían armónicamente con la naturaleza o tenían extraordinarios avances astronómicos y matemáticos?
En mi caso, una comparación así más bien me llenaría de orgullo.