Yo no tenía tiempo de adaptarme. Envejecía en un mundo que me parecía cada vez más ajeno. La nueva realidad moral me ofendía personalmente. Todo se compraba y todo se vendía. Ah, no. Esa vulgaridad no me representaba”. Quien lo dice es Theodor Kallifatides (Grecia, 1938). Acabo de descubrirlo a través de su obra Otra vida por vivir”. Lo tomé por azar en la librería, impulsada por el título y por la belleza de la imagen de portada: una casa aislada en un paisaje nevado. Leí las primeras páginas y de inmediato supe que iba a gustarme. Efectivamente, se trata de un libro tesoro”, capaz de acercarnos a lo esencial, de enriquecernos. Su efecto fue similar al que me produjo en su día la lectura de Las pequeñas virtudes”, de Natalia Ginzburg.
Podría citar otros títulos, pero, curiosamente, pensé en la autora italiana mientras leía al escritor griego. Son esas asociaciones que hacemos de manera inconsciente, esas afinidades y puentes que va abriendo la lectura y que tanto tienen que ver con nuestra capacidad para escuchar, para recibir, para interpretar. Ahora me doy cuenta de que ambas entregas son muy distintas entre sí.
Las vivencias que narra Ginzburg son más dramáticas que las de Kallifatides: a ella la atenazaba el fascismo de Mussolini, la guerra, mientras que él vive hoy en un país tan avanzado como Suecia, al que emigró de joven, en 1964, un país en el que se casó, construyó una familia y destacó en el panorama literario.
Pero en los dos hay una sencillez y una hondura que conmueven. En ambos casos estamos ante testimonios que parten de una situación de despojamiento, de encuentro con verdades determinantes. Y en los dos recorridos se indaga en la relación con el lenguaje, con las palabras, en la necesidad de la escritura para sobrevivir.
Estos argumentos justifican el paralelismo que he establecido, aunque, ahora, mientras escribo llego a la conclusión de que en el fondo han sido sobre todo mis emociones las que me han llevado a relacionar a ambos. En su día también percibí como un tesoro la entrega de Ginzburg. Me ofrecía esa clase de verdad, de sabiduría, de cercanía, de comprensión del camino de la vida, que también he encontrado en Kallifatides.
Nuestro hombre parte de una situación de bloqueo, de vacío. Tiene setenta y tantos años y la inspiración no le llega. Él, que ha escrito novelas que le han deparado éxito de crítica y de público, se enfrenta a la página en blanco y a partir de ahí empieza a reflexionar sobre su trayecto vital, sobre las decisiones que ha tomado: su marcha de Grecia por cuestiones políticas; la adopción de una lengua y de una cultura ajenas. Empieza entonces a experimentar la urgencia por recuperar sus raíces. El bloqueo creativo le conduce a un proceso de búsqueda, al planteamiento de preguntas trascendentes, al repaso de lo vivido para llegar a comprender, a comprenderse.
Él es el centro de un relato que se sitúa en una realidad cambiante, en un presente en el que todos nos reconocemos, en un tiempo donde palabras como honestidad y dignidad han dejado de tener sentido. Theodor Kallifatides se siente incómodo en una sociedad que ha ido perdiendo el sentido de comunidad, de solidaridad. Y nos sentimos cómplices de esa incomodidad que tan bien refleja, de esa impotencia ante el discurrir vertiginoso de los acontecimientos, en esa incomprensión y perplejidad ante lo que está pasando, ante lo que nos está pasando. Nos sentimos cautivados por una narración que va tirando del hilo de la memoria y de la meditación; consigue interesarnos, conmovernos, aproximarnos a sus vivencias a través de un tono sobrio, evocador, poético; por medio de medidos toques de ternura, de humor, a través de grandes destellos de lucidez y de empatía. La corriente de indagación, de exploración que le mueve, nos arrastra también como lectores. Y lo seguimos complacidos y cómplices de sus descubrimientos. Hay una cierta rabia, pero no rendición en la voz del hombre de avanzada edad que cuestiona el trayecto realizado. Hay energía renovada, curiosidad innata y hallazgo.
En Otra vida por vivir” el autor griego parte de sí mismo, pero consigue retratarnos como sociedad: sus experiencias trascienden el espacio particular y nos aproximan a grandes temas que definen nuestro tiempo: el conflicto de los desplazados, los males del capitalismo salvaje, la sensación de incertidumbre y de transformación constante a la que estamos sometidos.
Se sitúa en el presente y mira hacia atrás. El recuerdo y la reconciliación con sus orígenes es lo que le permite tomar impulso para seguir adelante. Sus problemas no le impiden olvidarse de los conflictos ajenos, del rumbo caótico del mundo. No es desde la lejanía, desde una torre de marfil, donde elige situarse, sino en un mirador con vistas al mundo, cerca del torbellino, contemplando el desastre y adoptando una actitud crítica. La escritura le permite llegar a los demás, tal vez agitar las conciencias de sus lectores. Su posición de extranjero le lleva a empatizar con los otros y a contemplar con tristeza el devenir de una Europa que da la espalda a los desfavorecidos, que se atrinchera en sus privilegios.
He insistido en este aspecto, en la indagación sobre el presente, en la perspectiva de situarse en la realidad para cuestionarla, porque me resulta especialmente interesante. A través de su testimonio tan íntimo, Kallifatides consigue abarcar un sentimiento de perplejidad, una soterrada indignación colectiva. La pena, no exenta de rabia del autor, va en aumento cuando piensa en su país de origen, en Grecia. Yo no era solo un inmigrante, era un griego. Mi país no atravesaba por su momento más glorioso. La deuda pública había alcanzado niveles astronómicos. Europa entera nos vilipendiaba. Éramos haraganes, ladrones, pensionistas de nacimiento”.
Conmueve Kallifatides. Su relato toca nuestras fibras sensibles. Sus propias circunstancias, su sensación de pérdida, transcurren en paralelo a la deriva de un presente de zozobra, de mutación.
En su vejez atraviesa una crisis personal que se acopla a la crisis del mundo, a un cambio de época que afecta a la cultura, a los usos y costumbres, a los valores, y cuyas consecuencias aún son imprevisibles. Asistimos a un proceso de búsqueda y de transformación. La edad no es un obstáculo para asumir el crecimiento, la evolución, el aprendizaje constante de la existencia. Cargar con años y experiencias a la espalda, lo que sí añade es intensidad y sabiduría. De ahí que este libro resulte altamente enriquecedor en estos tiempos de inmediatez. De ahí que nos aporte tanto.
En la senda de exploración, de diálogo consigo mismo que emprende, el escritor accede a la raíz, a la esencialidad. Antes de tomar la decisión de viajar a Grecia, de abandonar el estudio de Estocolmo, donde trabaja y del que las musas han huido, le vemos conversando con su compañera de vida acerca de los hijos, de los nietos… Cuando llega el verano, la pareja emprende la marcha hacia la casa de campo en Gotland, lugar de recreo y de meditación. Hay pasajes muy reveladores durante esas estancias o cuando emprende largas caminatas sumergido en sus pensamientos. La sensación de pérdida, la muerte, el legado recibido de los antepasados, la transmisión de enseñanzas a los herederos, todo eso entra en el relato.
Los días discurren, el tiempo avanza, los recuerdos emergen. Hay páginas maravillosas sobre los amigos griegos que conserva, sobre un taller de arreglo de coches que durante la dictadura se convirtió en un auténtico centro de reunión y de resistencia. Hay perfiles magistrales de personas queridas y de personajes célebres, como el director Ingmar Bergman y el poeta griego Yannis Ritsos. A ambos los conoció en diferentes etapas; de ambos extrajo lecciones que le ayudan cuando atraviesa un nuevo y trascendental trecho en su vida.
Es en el viaje a Grecia, al aceptar una invitación que le hace un grupo de maestros que han decidido poner su nombre a una escuela, donde Kallifatides acaba encontrando la salida, la superación, la salvación. La vuelta a su infancia, a sus años de formación, a su lengua y a su cultura, se convierte en la medicina, en el nutriente que buscaba. A mis 25 años, cuando me pregunté cómo viviría mi vida, la respuesta fue yéndome”. A los 77 la pregunta volvió. ¿Cómo viviría la vida que me quedaba? Y la respuesta era, cada vez con más frecuencia, volviendo”.
Su padre había sido maestro en Molaoi, en el Peloponeso, y es ahí hacia donde encamina sus pasos, hacia ese pueblo donde ya hay una calle, que solo conocía por fotografías, que rinde homenaje a su figura de escritor. Ha viajado en compañía de su esposa, Gunilla, y antes han pasado por Atenas, por la casa familiar. Son inolvidables muchas de las escenas que se narran en esta segunda parte del libro. Kallifatides recupera el pasado, experimenta, como tantos que se han ido, que su ciudad, su país, ya no tiene nada que ver con el que dejó y sigue lamentando la humillación, la pobreza que se encuentra, pero aun así hay detalles, modos de ser y de actuar, en los que se reconoce, en los que se recobra.
El bloqueo creativo fue el detonante de todo ese proceso de búsqueda, de reencuentro. El bloqueo desaparece cuando el autor emprende esta aventura hacia atrás y decide recuperar su lengua y escribir en griego, con los ritmos y los matices del griego, este libro que tanto he disfrutado y que ahora tengo entre las manos, repasando los subrayados, las anotaciones que fui haciendo mientras leía. Apenas son 153 páginas, pero ¡qué intensas, qué inspiradoras! Ahora que repaso tantos momentos que destaqué como esenciales, vuelvo a la idea de tesoro” por tanta belleza, por el sentido de hospitalidad que, finalmente, emana de él.
De la estancia en Grecia, contada desde la emotividad, la sencillez y la profundidad, me quedo con dos momentos esenciales. Uno es el relato de una visita a la ciudad de Mistrá, sobre el monte Taigeto. El escritor y su mujer se encuentran en el recorrido con un perro que les ladra y con su dueño. El hombre viste con ropa vieja y remendada, pero enseguida les ofrece unos higos que corta de una higuera. El segundo tiene que ver con el acto en el colegio que lleva su nombre, con la función de los estudiantes, una representación de Esquilo: Me entregué a las voces de los chicos, a las palabras de Esquilo y mi alma se llenó de orgullo. ¿Dónde más en el mundo jóvenes alumnos representaban a Esquilo?”, se pregunta. En ese momento fue como si su vida se reanudara. Las palabras de Esquilo caían en mí como lluvia refrescante en tierra seca”. Lo vemos encendiendo su ordenador, cambiando del idioma sueco al griego, con el corazón palpitante.
Desde la primera palabra sentí cierta dulzura, como si hubiera comido miel. Dulzura y alivio”.