El conocimiento científico está creciendo en estos años, mucho más que en cualquier década, siglo o milenio pasado. La producción artística también. Las patentes fueron y siguen siendo hoy el freno para que las vacunas Covid-19 llegaran a todo el mundo en cantidades suficientes y a costos razonables para que los países más pobres dispongan de ellas. Eso ha provocado un debate crucial para la Humanidad, que se pregunta: ¿es cierto que las patentes preservan la inversión científica y artística? ¿Esas patentes, o derechos de autor, protegen a quienes producen esas innovaciones y creaciones? ¿O frenan la socialización y difusión de sus beneficios?
En un mundo capitalista híper competitivo, las patentes y derechos de autor son hoy la base de la acumulación y concentración de riqueza. Sus defensores señalan que, si no existieran, no habría inversión en nueva tecnología o creación, pero muchos casos contradicen ese argumento.
La realidad es que la mayor parte de la investigación científica básica es desarrollada por investigaciones patrocinadas por los gobiernos, directamente por sus institutos científicos; o indirectamente, a través de subsidios de investigación –incluidas las vacunas Covid-, o por iniciativas multinacionales, como la estación espacial internacional (EEI), los observatorios astronómicos terrestres o espaciales, el acelerador de partículas de la Organización Europea para la Investigación Nuclear (CERN), o centenares de proyectos de colaboración científica internacional, en donde las empresas capitalistas sólo ingresan en sus etapas finales, cuando es necesario patentar los descubrimientos o tecnologías desarrolladas en laboratorio.
Es que la obtención de patentes es un proceso largo, complejo y costoso, especialmente en los países más desarrollados, que suelen apropiarse de esos descubrimientos (ya sea patentándolos antes que los países menos desarrollados lo hagan, o directamente captando a los científicos más capacitados para producirlos y/o patentarlos con sutiles cambios).
Los ejemplos son innumerables: el sistema operativo Android es la adaptación del sistema operativo Linux desarrollado con código abierto (o sea, sin patente) por una red global de personas –especialmente universitarios- que Google copió y adaptó a Smartphone para luego patentarlo, venderlo y limitar su uso a empresas de otros países con los que EEUU tiene conflictos geopolíticos.
En las vacunas para el Covid-19, los desarrollos de Pfizer y Moderna fueron financiados inicialmente con fondos estatales, por lo que EEUU limitó su exportación hasta sobreabastecerse, mientras las vacunas costaban US$ 20 y US$ 35 respectivamente, mientras millones morían (y mueren) por carecer de ellas.
Mientras, la vacuna Sputnik V no fue autorizada por la OMS y, por supuesto, por los organismos estatales de los países desarrollados, a pesar de los millones de vacunados con ella.
La Oxford-AstraZeneca, que no cobraba por su patente, fue invisibilizada, y se difundieron fake news relacionados con su eficacia y sus efectos secundarios, no obstante que la OMS siguió avalándola (esta empresa, junto a la OMC, impulsa la liberación de las patentes).
El National Institut of Health Management afirma que de los más de 1.000 medicamentos aprobados en EEUU en la década de los 90, sólo 238 implicaban mejoras; en consecuencia, el resto eran copias con sutiles modificaciones.
Por todo ello, se puede dudar de la eficiencia del sistema de competencia por patentes, que podría mejorar si esos fondos de I+D que se utilizan en copiar, hacer pruebas, etc. se utilizaran en desarrollar verdaderas innovaciones.
También se conoce en el campo artístico: Charles Dickens, en su libro “A Christmas Carol”, de 1843, en Gran Bretaña con patentes valía 2,43 libras, mientras que en EEUU (sin patentes) valía 0,06 libras, no obstante lo cual, Dickens ganaba más en EEUU que en su país de origen. Ocurría que la venta como primicia de una editorial con la que firmaba un contrato, cuando esta imprimía gran cantidad de ejemplares producía un mayor beneficio que la protección de la propiedad intelectual británica, a la vez que aumentaba exponencialmente su difusión. Lo que demostró que las patentes o protección de propiedad intelectual que implican un mayor precio no necesariamente implican mayor protección al autor-creador.
Hoy, en la era digital, cualquier autor de obra –libro o canción- cobra sólo 10% del valor final, debiendo transferir los derechos exclusivos de comercialización a la editora o discográfica, por lo que no pocos se resisten a hacerlo, y prefieren publicarlos en redes de difusión masiva, en donde obtienen mayor pago que si lo hicieran con una editorial o discográfica.
Todo esto nos lleva a, por lo menos, repensar la importancia de las patentes.
También en el software: se señala que los dos programas para servidores web más utilizados –Nginx y Apache- son programas de código abierto, no obstante lo cual dominan, juntos, el 64,4% del mercado, pero que son elegidos por sus servicios posteriores a la instalación (por lo que sus usuarios pagan una cuota mensual).
Entonces, ¿las patentes protegen y aceleran la innovación, o la frenan y castigan a los potenciales innovadores?
La respuesta parece ser clara, luego de la explosión de las décadas de los 80 y los 90, en que las patentes eran muy difíciles de obtener, las empresas dominantes que las lograron disminuyeron un 10% su inversión en I+D, mientras monopolizan sus mercados y han dejado fuera de competencia a nuevas empresas innovadoras, que si tienen éxito suelen ser compradas por las más grandes para limitar su competencia y ampliar así su dominio, con lo que su motivación a innovar disminuye aún más.
O sea, hoy las patentes y derechos de autor no sólo no aumentan la I+D innovadora, sino que la disminuyen. No protegen a los innovadores y creadores, y limitan la adquisición social de tecnologías y mecanismos de cooperación, imprescindibles para una sociedad del conocimiento globalizada.
Una sociedad que, limitada por las patentes, no podrá responder a los desafíos climáticos, económicos y sociales que nos acosan como Humanidad.