En la tumba de Nikos Kazantzakis se lee “No espero nada, no temo nada, soy libre”. Se deduce que el gran escritor había logrado librarse de esos dos motores básicos de la acción: temor y esperanza. Aunque podríamos discutir que ambos tienen múltiples sentidos, está claro que él los entiende por contraposición a un significado particular de libertad. Libertad como una especie de quietud, ataraxia, tranquilidad sin mociones internas que nos empujen hacia otra cosa. Kazantzakis se hacía así eco de sus antepasados helenos, enfrentando la muerte como un estoico, sin ataduras, libre de toda inquietud, esperanza y deseo.
En un mundo convulsionado, donde el mal se manifiesta brutalmente, ese ánimo ecuánime parecería una idea estupenda, un escape. Casi tan efectivo para evadir nuestras responsabilidades como las interpretaciones que abandonan pasivamente todo en manos de un futuro utópico o una salvación que viene de Dios (o de lo que sea).
El problema es que hay que seguir viviendo en este mundo, donde el mal y la injusticia son más que juegos del lenguaje u opiniones personales. En este mundo, en el que incluso quien esté al borde de su fin debe recordar la afirmación de Levinas: el hijo o la hija es “el futuro sin mí”. Y no importa si no hay hijo o hija, las formas de filiación son múltiples y todas apuntan a la responsabilidad por ese tiempo en que ya no seremos.
Porque el fin de mi mundo no es el fin del mundo. Ahí nace la pregunta sobre nuestras responsabilidades por ese después. Más aún, vistas de cerca, esas tradiciones “futuristas” o “utópicas” siempre incluyeron una serie de obligaciones respecto del presente. Por eso hay que revisar tanto la mala prensa de la esperanza en los antiguos griegos como la buena prensa banal de la esperanza en los discursos voluntaristas o espiritualistas.
Perversiones y aciertos
A diferencia de las “vanas esperanzas” que los antiguos escritores griegos miraban con escepticismo, filósofos como Platón y Aristóteles pusieron en la esperanza una nota distinta: un deseo que nos mueve al bien mayor y una virtud relacionada con la prudencia para movernos hacia adelante.
En la edad media el monoteísmo le imprime otra cara: la expectativa de algo que supere definitivamente el mal. Junto con esa expectativa aparece una advertencia: cada vez que señalen a esta o aquella forma concreta de realización de la esperanza, a este o aquel líder que nos conduzca a ella, estaremos errándole. La esperanza no engaña, al igual que el deseo, pero pueden engañarnos sus encarnaciones.
Por eso es mala idea la de Kazantzakis. Temor y esperanza, así como angustia y deseo, son motores poderosos. Y como todo motor poderoso, hay que saber manejarlo.
Es cierto que la esperanza tuvo malos representantes y fue usada perversamente. Muchas veces fue la zanahoria que hacía proyectar todo deseo y ansia de liberación a un trasmundo. Así, al igual que muchos modos del temor, sirvió para preservar a los poderosos en su poder. Pero, si prestamos atención a nuestras mociones internas, vemos esa expectativa de futuro impulsando revoluciones, transformaciones culturales, reclamos de justicia social.
Bien ve Ernst Bloch en la esperanza algo revolucionario. Los sueños, el arte, las religiones, las transformaciones científicas, todos conllevan ese principio esperanza. Del mismo modo, todas esas esperanzas están en riesgo y requieren continuamente de una perspectiva desde la cual juzgar su dirección. Un punto desde el cual evaluar si sus realizaciones no están finalmente sirviendo a un tipo de expectativa que precisamente va en contra de quienes son sujetos suyos.
Ante quienes odian esperanzas y utopías
Bloch recuerda que las primeras sátiras políticas fueron reaccionarias. Como Aristófanes, burlándose del voto femenino y la igualdad económica. Quienes sostienen la esperanza de un mundo más igualitario y justo reciben la burla de quienes desean que el sistema de poder permanezca. Incluso de quienes padecen ese mismo sistema y, a lo sumo, quisieran un puesto más alto en esa escala. Esos que, apenas se concreta una mínima fracción de esa esperanza, transforman su risa en furia y la abaten sobre los peldaños inferiores.
Pero después de la tormenta, y a pesar de todo, quienes sostienen la esperanza siguen revolucionándolo todo. Aunque no sepan la frase atribuida a san Agustín, saben que la esperanza tiene dos hijas: la indignación ante lo injusto y la valentía para intentar transformarlo.
La esperanza permanece ahí, adelante o adentro nuestro, danzando, diría Raly Barrionuevo.
Al iniciar este texto, pensé agregar signos de interrogación o de exclamación al título robado de su canción. A modo de pregunta, como un interrogante que recae sobre la esperanza misma. O a modo de exclamación, como un impulso en la frase misma. Pero preferí dejar esa opción a quien lo lea.