El avance de los sectores conservadores signa con cada vez mayor potencia nuestro presente político, retrotrayendo nuestra democracia a tiempos pretéritos en los que los derechos se caracterizaban por su ausencia o por una fragilidad dada por la inexistencia de efectivas garantías. La imagen que dicho avance trae a nuestros días es aquella de la década infame.
La inminente (re)privatización del Canal Magdalena, cuya rehabilitación fuera frenada bajo el gobierno de Cambiemos, el retroceso en la estatización de Vicentín, la firma del acuerdo con el FMI que ata la política económica a las reglas de la ortodoxia económica y a la revisión de las políticas por parte del organismo, la prédica privatizadora del PRO, la propuesta de Milei para cerrar el ministerio de Educación, tachando a las universidades de centros de adoctrinamiento, la ya implementada iniciativa de Larreta de impartir enseñanza financiera en las escuelas de la CABA, entre otras muchas situaciones.
Pero quizás los acontecimientos que terminan por configurar el más serio daño sobre la democracia desde su recuperación sean el mencionado (des)trato con el FMI y la ocupación por parte de la Corte Suprema (¿de Justicia?) del Consejo de la Magistratura, violando las atribuciones legislativas del Congreso Nacional, con lo que se pretende hacer del sistema de justicia un aparato sin fisuras, eficaz en su rol sistémico de custodia y reproducción de la dominación política y económica, consolidando el ya numeroso elenco de jueces, fiscales y cámaras adictas, y el traslado de causas en manos de jueces probos.
Tal proceso encuentra campo fértil en los procederes de un gobierno cuyo principio consensual de gestión se asocia a la búsqueda de una unidad que, al desconocer el conflicto que connota toda sociedad capitalista, deriva en una lógica dubitativa (cuando no estéril) de acción, como se viene demostrando en los sucesivos fracasos frente a la imbatible ofensiva inflacionaria de los conglomerados empresarios.
Tal ofensiva, que no puede dudarse en caracterizar como el mascarón de proa de una estrategia que tiene como meta principal el fracaso del Gobierno, la derrota del oficialismo en el próximo turno electoral, y el sometimiento de nuestra sociedad al programa innegociable de los poderes globales, encarnados en nuestro continente por los Estados Unidos de América, instituciones internacionales de crédito y los grandes fondos de inversión.
El escenario aludido se articula a una tendencia global de los sistemas políticos y culturales bajo el neoliberalismo, que en su inmanencia se materializa de modo singular en las sociedades nacionales. En el caso de nuestra sociedad tal singularidad, exhibe de modo despojado un histórico y sistemático acoso a lo largo y ancho de múltiples niveles y espacios de la vida política y económica, bajo una lógica que tiende a reforzar (y así ampliar) la cultura propia de un pensamiento único, que horada toda posibilidad de desarrollo soberano e igualitario.
Puede decirse que la política democrática y popular se encuentra frente a una disyuntiva no sólo de hierro, también de una enorme complejidad.
Posiblemente la contestación consista en la definición de una estrategia que, por dentro y por fuera del gobierno nacional, genere respuestas a cuestiones que se despliegan en un muy amplio rango. Desde las demandas tan insatisfechas como impostergables que resienten cuando no impiden la vida cotidiana de un alto porcentaje de nuestra sociedad, hasta la construcción de una alternativa política electoral cuyas candidaturas registren los antecedentes que hagan creíble un programa de ampliación de derechos económicos, sociales y culturales, pasando por un programa de profundas reformas institucionales (judiciales, tributarias, político representativas).
Lo que se juega en el muy corto plazo es la posibilidad de dar a la democracia un sentido genuinamente ampliatorio.
En fin, quizás estas líneas pueden sintetizarse en su urgencia diciendo que el 2023 está cerca, pero que la derecha está ya, hoy, visiblemente presente.