En el reciente mes de abril se realizaron dos elecciones en Europa. La importancia de Francia en el escenario mundial y en la historia del pensamiento de Occidente despertó especial atención, cierta alarma e incluso el involucramiento de jefes de Estado extranjeros, que acusaron el impacto del crecimiento de la extrema derecha y las eventuales chances de una alteración profunda en el orden político neoliberal europeo.
También, a principios de mes, el 3 de abril, las elecciones en Hungría dieron por tierra con la expectativa de que toda una oposición unida pudiera derrotar al gobierno iliberal populista de Victor Orban, que, al final, obtuvo un triunfo resonante por cuarta vez consecutiva. Ambos procesos electorales exhibieron de manera muy categórica las contradicciones y la precariedad que afligen al sistema político en que descansa el Occidente Global.
En el país galo, el Gobierno exhibe una gestión comparativa razonablemente exitosa, aplicada y prudente, pero no pudo evitar un crecimiento importante de la derecha nacionalista y xenófoba; el presidente reelecto contará con el apoyo de apenas un tercio de la ciudadanía. Por su parte, el presidente magyar, que exhibe casi con descaro corrupción generalizada, dominio partidocrático de los medios de difusión y agresivas políticas anti LGTB+ -lo que escandaliza al establishment de Bruselas- aplastó contundentemente a sus contrincantes, enarbolando banderas tradicionales y de nacionalismo conservador.
Con excepción del recientemente triunfante Partido Libertario de Eslovenia -conglomerado ajeno al sistema político- los partidos de la derecha europea, en términos generales, se sostienen o incrementan su predicamento para frustración de quienes sostenían que la invasión rusa a Ucrania comprometería a los amigos explícitos de Vladimir Putin.
En el sistema democrático liberal las elecciones periódicas siempre han sido la base de sustentación y el fundamento institucional de la organización política del Estado, asentado en el principio de la participación esporádica del pueblo y la posterior representación popular. La política se desarrollaba en el ámbito institucional dado, básicamente por el canal de los partidos políticos, herramienta insustituible, con representación parlamentaria. El sistema neoliberal agravó la exclusión de la voluntad ciudadana y degeneró en pluto-democracia, privando a la democracia de la única ventaja comparativa que -según Tocqueville- tenía sobre todos los otros sistemas políticos: la superioridad moral de incluir al pueblo y sus intereses en las decisiones.
Se sustrajo la política de los ámbitos de decisión naturales hacia los centros de poder ajenos a las debilidades partidarias; los partidos quedaron arrinconados entre la larga distancia de los ciudadanos y las exigencias del poder real.
Funcional a esto resultó la creación de una oligarquía en la política formal que inapropiada pero descriptivamente se ha dado en llamar “la casta”.
Las estructuras de ejecución y de representación de los Estados son obligadas a una función meramente técnica al servicio del poder, que ya no reside más ni en Dios, ni en el rey ni en el pueblo. Es la tecnocracia, fundamentalmente la económica, que desde los años 30 del siglo pasado y el Club de Roma (1974) constituyen “una de las estrategias globales de apropiación” de los bienes comunes y, también, de la voluntad y capacidad de decidir con abstracción de la opinión y los intereses del pueblo. Se sustrajo, en definitiva, la función que hasta el propio Adam Smith había reservado exclusivamente a los políticos, por el peligro que significaba otorgar esa tarea a grupos parciales, especialmente a los económicos.
A medida que transcurren los calendarios electorales del Occidente Global se incrementa el temor de las presencias políticas antisistema, a la vez que se desvanecen las expectativas de un eventual advenimiento democrático en los países que no lo son. El recuerdo de la Primavera Árabe, en que tantas esperanzas fueron depositadas, ratifica que fue sólo una golondrina fuera de estación.
Hoy el común denominador es la insatisfacción, la angustia y la desorientación que tiene causas más profundas que el deterioro económico, la decadencia moral, el imperio de la injusticia y la desigualdad arbitraria de los estamentos dirigenciales, aunque comprenda a todo ello. Poco importarían eventuales números de progreso económico, incluso de algunas opulencias (como las del mundo del “entertainment”), el descreimiento, la desintegración social supera cualquier mirada positiva hacia el futuro.
En Francia se repetirá la costumbre de exhibir que Emmanuel Macron triunfó con el 58% de los votos positivos, pero el autoengaño deberá también mencionar el sólido y consistente progreso de la derecha antisistema. Todo parece cuestión de tiempo.
A los ojos de los ciudadanos comunes, las propuestas políticas suenan insustanciales o cuanto menos distantes: nacionalismo vs. integracionismo, etnicismo vs. inmigración, trabajadores vs. desocupados, educados vs. ignorantes, civilización vs. barbarie, libertad vs. estatismo, machismo vs, feminismo, conservadurismo vs. progresismo.
El eslogan ha sustituido el discurso, y la precariedad del emoticón a la persuasión convincente, y, así, no se advierte una verdad en que descansar la esperanza de la armonía social.
El centro, cada vez más pequeño, contradictorio e incapaz de ordenar la sociedad, pareciera poseído por una extraña vocación de expulsar hacia los extremos, aplicando el simple mecanismo de la exclusión y el descarte. En Europa, los extremos se fortalecen hacia los nacionalismos conservadores de derecha. Parece difícil encontrar un justo equilibrio, que sólo puede ser logrado por una política recuperada por ciudadanos que comprendan que la armonía social solamente puede alcanzarse dejando de gobernar para las cosas, y que se gobierne para las personas.
Abogado y diplomático