No podemos analizar el funcionamiento de los sistemas judiciales si no lo hacemos conjuntamente con la práctica de la abogacía y la enseñanza del derecho, ya que constituyen tres dimensiones del mismo problema. La práctica de la abogacía no sólo es un reflejo de los sistemas judiciales, sino que forma parte de muchos de sus vicios: grandes estudios vinculados a grandes clientes que casi no litigan y poco les importa el sistema de justicia; otros, la gran mayoría de profesionales, adaptan sus prácticas y la organización de sus oficinas al funcionamiento de la administración de justicia, y abogadas y abogados que tienen grandes dificultades para ingresar al mercado legal y tratan de adaptarse lo más rápido posible a las prácticas reales de los sistemas de justicia. De modo que cualquier iniciativa de cambio no resulta esperable desde los profesionales de la abogacía.
La enseñanza universitaria, por su parte, refleja la tosquedad del tipo de necesidades que generan los sistemas judiciales. Además, la mayoría de las y los profesores, con dedicaciones part time o simple, son operadores del sistema judicial, y no se advierte en ellos ninguna intención de transformar el estado de cosas. Resulta sumamente frustrante estar tan lejos de lograr que la Universidad, las Facultades de Derecho, puedan convertirse en un agente de cambio.
Esta interrelación conservadora, produce una gran debilidad de la ley, en la medida que los sistemas de justicia no son percibidos por la ciudadanía como instituciones capaces de producir resultados que satisfagan las expectativas sociales. Esta debilidad constituye un fenómeno que se manifiesta en acontecimientos cotidianos: normas constitucionales que se incumplen permanentemente, los derechos sociales que al concebirse “programáticos” es como si no existieran, ilegalidad en el ejercicio de la autoridad pública, irritantes privilegios legales o administrativos y la lista sigue consolidando el descreimiento en el valor de la ley.
Este estado de cosas no supone una crisis actual de la legalidad, porque, como dice Alberto Binder, esto presupondría que en algún momento de la historia latinoamericana imperó la ley, o que tuvimos un pasado glorioso y que la actual anemia legal es un producto de época. Resulta notorio que cuando se utiliza la referencia a la ley, en general se lo hace para ratificar el poder de los poderosos o para refugiar privilegios. La contracara de este problema es obviamente la debilidad de nuestros sistemas judiciales que son los encargados, precisamente, de que se cumplan las leyes.
En el marco de la debilidad de la ley se ha moldeado nuestra cultura jurídica, plagada de cábalas y rituales insustanciales, una enseñanza asimilable a una trasmisión de gestorías y un conceptualismo despreocupado de construir la fuerza de la ley, entretenido en clasificaciones arbitrarias y tan insustanciales como los trámites del gestor.
Vivimos en una sociedad que produce leyes de manera descontrolada que nadie conoce y nadie aplica, mientras crece y se reproduce la sociedad de privilegios, cuya peor versión es la exclusión social de grandes sectores de la población.
Hay que asumir que tomarse en serio reformar la administración de justicia afecta fuertemente la dinámica del poder, en ese sentido es impensable que la transformación pueda realizarse de una vez por todas y en el corto plazo.¿
Cómo superar tamaña sensación de impotencia? En primer lugar, quien pretenda modificar la realidad debe empezar por comprenderla. A partir de allí se requiere tenacidad en la voluntad de cambio y lucidez estratégica.
La construcción de la legitimidad del Poder Judicial, depende exclusivamente de la calidad de sus servicios y constituye la aspiración más elemental del Estado de Derecho. Una realidad que impúdicamente exhibe abuso de poder, violencia, impunidad estructural, la crueldad cotidiana del encierro en nuestras cárceles entre tantos males, interpela al sistema judicial y constituye razón suficiente para generar la indignación capaz de motorizar los cambios.