Argentina siempre ha sido un país que desde el exterior no se entiende, al punto que nosotros mismos les decimos que no lo intenten. Eso puede ser un problema, pero también una virtud en un mundo en el que brillan las guerras, la desesperanza, la bronca, el odio y el miedo, mientras nuestro país festeja.
Desde aquella afirmación de Simon Kuznets –el premio Nobel de Economía 1971- «Hay cuatro clases de países: desarrollados, en vías de desarrollo, Japón, y Argentina» el mundo reconoció nuestra particularidad o anormalidad de un país con recursos naturales, población educada y fracaso económico, omitiendo las particularidades de los sucesivos gobiernos democráticos-industrialistas y militares-agroexportadores que impidieron su desarrollo.
Por ello fue útil para entendernos la explicación de Michel Foucault, de principios de los años 70, que planteó la biopolítica como una forma en que el poder ejerce su autoridad sobre la población, aplicando normas de vigilancia y castigo, estableciendo lo que se considera la verdad, lo que está prohibido, y lo que es una locura en un nuevo contrato social.
Ya en nuestros días, Byung-Chul Han dice, desde su perspectiva surcoreana (y alemana, donde reside) afirma que la psicopolítica es la forma en que el neoliberalismo ha abandonado la opresión que describía Foucault, reemplazándola por la seducción, donde el rendimiento es lo importante, especialmente aquel que desde el individualismo emprendedor sólo considera éxito al económico, generando una clase de auto-explotados que reemplazan, desde una supuesta libertad, a los explotados de Foucault.
Así, se explica que en nuestro país las sucesivas invocaciones al emprendedurismo individual y la “innovación” desde gobiernos neoliberales conservan vigentes sus bases, aunque fracasaron tras las sucesivas crisis de sobre-endeudamiento, fuga, concentración y extranjerización que produjeron.
Es que nuestro país ha mantenido sus principales sistemas (financiero, bancario, empresario, de medios, etc.) impuestos en la última Dictadura cívico-militar, con José Alfredo Martínez de Hoz y su neoliberalismo, que fueron, primero, de vigilancia y castigo como decía Foucault, y, luego, seduciendo, como describe Byung-Chul Han, en donde la supuesta libertad de cuentapropistas y pequeños empresarios los convierte en aliados del sistema.
No obstante, desde la crisis de 2001 se fue desarrollando una épica de “aguante”; relaciones familiares y con amigos, y festiva “a pesar de todo”, que nos permitió salir de aquella crisis y desendeudarnos, pero sin cambiar las bases económicas y arquitectónicas de nuestra cultura.
La pandemia y sus cuarentenas pusieron en crisis a nivel global a la cultura del rendimiento, que llevó a muchos a producir la “gran renuncia”, especialmente en los países más desarrollados y los trabajos donde el rendimiento se imponía por sobre la calidad de vida, que se pudo experimentar durante el aislamiento y el trabajo remoto.
En nuestro país eso no fue tan claro, pero es visible que se acumularon tensiones por la abstinencia de “fiesta”, y, si bien algunos optaron por emigrar en búsqueda de mayor estabilidad y rendimiento, siguieron añorando la fiesta argentina, con familias y amigos, que en otros países no existe y nunca existió.
Con el Campeonato Mundial de Fútbol esa abstinencia explotó, y millones, muchos más que los que se cuentan en el Área Metropolitana de Buenos Aires, salimos a festejar “a pesar de todo”, por lo que los sentimientos de tristeza, bronca y temor que necesita el sistema para controlar nuestra psiquis y comportamiento individual y colectivo se vieron fuertemente cuestionados.
Es que la alegría, resilencia –luego de la primera derrota y en los partidos en que sufrimos con Países Bajos y Francia-, y la búsqueda del disfrute del juego, que constantemente se reiteró en el equipo y su cuerpo técnico, nos mostró que el disfrute y la fiesta colectiva también sirven para tener éxito, a pesar de todo.
Por supuesto que una golondrina no hace verano, pero es evidente que el enorme impacto colectivo producido podrá ser un punto de quiebre, si algunos sectores recuperan, con esa base, la épica festiva de sus propuestas, especialmente desde la política (que la ha perdido).
Una épica colectiva basada en la cooperación y la fiesta, que impida volver de la celebración mundialista a la sentencia final de aquella canción de Serrat que dice “Se despertó el bien y el mal / La zorra pobre al portal / La zorra rica al rosal / Y el avaro a las divisas”.
Es que la alegría y la fiesta son la principal vacuna contra las bases culturales del neoliberalismo, que requiere de bronca y miedo que inmovilizan y someten, como si no existiera otra alternativa: lo que puede convertir a la Argentina en el lugar donde resida una nueva épica, que ratifique su excepcionalidad en busca de la felicidad a pesar de todo, cuando el mundo se sigue moviendo con amenazas (bélicas, recesivas, alimentarias, energéticas, políticas) y sus consecuencias de bronca, tristeza y miedo.