El año 2008 cifra dos acontecimientos político-económicos que de alguna manera funcionan como línea de base para el clima de violencia que emergió con fuerza en los últimos días: el conflicto por las retenciones al sector agroexportador y el estallido de la crisis financiera internacional por las hipotecas subprime. Uno mundial y uno local, con una relación directa: las retenciones surgieron como idea (no se discute en estas líneas si buena o mala) para fortalecer la posición de reservas del Banco Central ante la previsible caída generalizada de la economía mundial. Una circunstancia global y nacional inescindible, que no sólo desencadenó dificultades económicas, sino que motorizó una irradiación de discursos que permanecían marginados o fuera de la órbita de lo decible hasta ese momento. Un proceso progresivo de radicalización discursiva que jamás se detuvo ni dejó de escalar. La agresividad, la idea de eliminación del otro -tan presente en la historia argentina pero apaciguada durante décadas- pasó de ser algo repudiable a ser una estrategia legitimada.
A partir de ahí se fundó una característica que creo central para explicar lo vivido en la última semana: la del paulatino borroneo de contornos democráticos para la contienda política. Eso, que comenzó siendo un influjo reducido en 2008, hoy tiene su torrente masivo: el odio que observamos de manera tan explícita en estos días siempre existió en la sociedad pero fue especialmente estimulado por las dirigencias en estos últimos 15 años.
No solo ha habido un dejar hacer/decir, sino que se viene pateando el hormiguero de manera constante desde las propias élites dirigenciales. Y así, los años de promoción del “no quiero vencer al adversario, sino que desaparezca”, fueron tallando cada vez más fuerte en la conversación pública, a punto tal que se volvieron un deber ser: el sistema de incentivos que domina el debate público premia la radicalización.
Dos de los campos principales sobre los que se discute la realidad nacional se estructuran en base a ese mandato de radicalizarse. Por un lado, los medios masivos ya no buscan el generalismo de antaño, funcionan en base a fidelizar minorías intensas y para ello permiten desbordes cotidianos de panelistas e invitados que van a medirse en ese quién da más; y, por otro, las redes sociales tienen una lógica objetiva de operación bajo sesgos de confirmación que ratifican ideas previas. El algoritmo no está para abrir mentes o generar contrapuntos, está para reforzar lo que ya se creía antes, para hacer comunidades cerradas.
Y la política ha bailado todo este tiempo al compás de esas nuevas formas de lo social en una carrera desbocada por ver quién dice lo más “jugado” para su tribuna. Esa es la marca distintiva de este tiempo y lo que más desordena. Porque la dirigencia (en sentido amplio: política, empresarial, sindical, religiosa, etc.), ocupa lugares determinantes en la sociedad, precisamente, para dirigir. Y dirigir no es hacer siempre lo que las subjetividades dominantes de la época mandan, es poder enseñar otro camino, apaciguar, no agregar nafta al fuego, deshabilitar. Hay un temor estructurante en la nueva racionalidad política de las élites de este tiempo bajo la que parece ser más importante no desentonar que conducir, remarcar la huella que hacer camino al andar. Y en esta época tan dominada por las pasiones tristes, cuánta falta hace una élite dirigencial que promueva otras afectividades.
Todo era intuición o lectura de lo que podía “llegar a pasar” hasta que el jueves a la noche una persona intentó asesinar a la Vicepresidenta. Gatilló dos veces a centímetros de su cabeza, pero la bala no salió. Un reflejo incontrovertible del ascenso incremental de la idea de anulación del otro promovida durante años de manera deliberada. Un síntoma, una información sumaria: quisieron eliminar físicamente a Cristina Fernández de Kirchner.
Y así como es innegable señalar conductas que fortalecieron la polarización ideológica desde ambos sectores mayoritarios de la política nacional, es faltar a la verdad no reconocer que las diatribas más violentas y extremas siempre estuvieron dirigidas a la ex presidenta. Cristina se convirtió en objeto de todo tipo de escarnios públicos que ningún otro dirigente político ha recibido desde la vuelta a la democracia. Sobre esa densidad oscura muchos erigieron, además, su capital político. Decíamos: no solo dejar hacer/decir, sino patear el hormiguero de manera constante. Hasta que alguien se lo tomó más literalmente que el resto y fue a su casa a matarla.
Ahí se terminó de quebrar algo de la democracia que supimos conseguir que nos deja parados ante lo incierto. ¿Es un límite traspasado o es un comienzo? Un efecto directo del ejercicio de la política sin cuadrilátero. Ese desarreglo. Para eso sirven (y por eso defiendo) la existencia de instituciones y de elites dirigenciales: para contener los desbordes del libre albedrío, para pensar al conjunto cuando todo tiende a individualizarse, a ensimismarse y a enemistarse. Para abrir, para hacer con otros, para construir lazos. Una plegaria: que la política haga política. Con más grandeza, con honor, con menos golpes abajo de la cintura, fuera de los nichos. Hablen en off, acuerden en el detrás de escena salidas consensuadas para bajar la espuma en público, qué van a habilitar y qué no. Vuelvan a pintar las líneas de la cancha para que los que quieran jugar por fuera no gocen de ninguna bendición directa o indirecta. Dejen de patear el hormiguero.