Gran referente de la novela histórica africana, con libros traducidos a 20 idiomas en los que combina refranes, leyendas y metáforas para revelar, en una dimensión poética y singular, la memoria de su país. Cuando António Emílio Leite Couto (Beira, 1955) era chico recibió el apodo «Mia», porque su hermano menor no lograba pronunciar correctamente “Emilio” y, con el correr de los años, lo mantuvo para hacer honor a su pasión por los gatos (“miar”, en portugués, significa maullar). Ganador del Premio Camões 2013 (el Cervantes de la lengua portuguesa) y finalista del premio Man Booker International, aborda la guerra civil mozambiqueña y el colonialismo portugués a lo largo de toda su obra literaria.
Tras publicar en 2019 “Venenos de dios, remedios del diablo”, ha presentado “La terraza del frangipani”, un policial breve en el que el crimen a resolver no es en definitiva el del director del asilo; sino el del pasado de un pueblo. Bajo la influencia de Gabriel García Márquez y de los brasileños Jorge Amado y Joao Guimaraes Rosa, pero también de la poesía española que tanto le gustaba leer a su padre, la narrativa de Couto expone una historia sangrienta que no tiene eco en las instituciones formales de su país.
– Su padre, un intelectual portugués y comunista, fue forzado a dejar su país durante la dictadura de Salazar y a exiliarse en Mozambique por sus ideas políticas. ¿Cómo influyó aquello en la percepción que usted tiene de la memoria histórica y el lugar que ocupa en su obra?
-Mia Couto: Me ha marcado de muchas formas. Mis padres eran personas que habían huido de un lugar del que tenían una gran saudade y no podían volver atrás. Nosotros aprendimos sobre aquel lugar a través de las historias que nos contaron. De alguna forma, nuestro pasado viajó a través de voces y narrativas. También entendíamos que nuestros padres no eran felices viviendo bajo un régimen político autoritario y la sociedad colonial, pero eran personas felices porque luchaban contra este mundo, aún cuando era a escondidas o con un gran riesgo. Ahí creo que nacieron los dos pilares de lo que en el futuro iba a ser constitutivo de mi representación del mundo: por un lado, cómo las historias pueden construir la realidad y, por el otro, la necesidad vital de no ser parte de esa realidad, de inventar otro tiempo y otra forma de vida. Esa fue la primera invitación que recibí para ser escritor.
– Es biólogo, fue militante del Frente de Liberación de Mozambique, profesor y también trabajó como periodista. ¿Qué le da su oficio de escritor que no encontró en las otras esferas?
-M.C.: No existe un límite claro entre estas profesiones. De alguna forma, cuando ejercía el periodismo, ya era escritor. Cuando me dedico a la biología busco una narrativa que, siendo científica, nunca deje de ser poética, que muestre que es la historia de la vida. Todas estas disciplinas viven dentro de la misma casa y, cuando entro a una habitación diferente, no necesito quitarme los zapatos. La ecología no pretende comprender a las criaturas, pero sí las interacciones y conversaciones entre estas criaturas. El objeto de estudio no se centra en las identidades esenciales, sino en las relaciones y los lenguajes que crean armonía y tensión dentro de los sistemas vivos.
– Los personajes de “La terraza del frangipani” buscan formas de decir, incorporan términos y giros de los lenguajes nativos hasta formar una suerte de idioma propio. Incluso decidió incorporar un glosario. ¿Estas invenciones poéticas le permiten discutir la hegemonía del portugués? ¿Qué riqueza encuentra en este espesor expresivo?
– M.C.: Vivo en un país que tiene un idioma oficial, que es el portugués, pero en el que hay más de 25 lenguas, que tienen muy poco que ver con la historia y la lógica de las lenguas latinas. Son lenguas africanas, con raíces bantú y están vivas e incluso son dominantes en la vida cotidiana de Mozambique. Estos idiomas aceptan, pero de forma tensa, esta hegemonía del portugués. A veces lo transitan y, a veces lo pelean. Esta relación es muy rica y además enriquece a los hablantes de estos idiomas. No es, y esto hay que decirlo, solo una cuestión lingüística. En Mozambique hay conceptos que no tienen equivalencia: como “naturaleza”. Ninguno de los 25 idiomas tiene una palabra que sea un equivalente estricto del término naturaleza. De hecho, hay cosmogonías distintas y en la cosmovisión de la mayoría de los mozambiqueños no existe una separación entre sociedad, cultura y naturaleza. En eso puede que no haya una brecha, a pesar de la variedad lingüística. Por el contrario, creo que puede forzar una aproximación más cercana, profundamente ecológica.
– “El verdadero crimen que se está cometiendo es que se está matando al pasado. Están matando a las últimas raíces que podrán impedir que acabemos como usted. Gente sin historia, que vive por imitación”, dice uno de los personajes al responder el interrogatorio del inspector. ¿Por qué decidió abordar la desmemoria? ¿Cuál es el peligro de borrar la historia?
– M.C.: Cuando escribí este libro, mi país acababa de salir de un conflicto traumático, una guerra civil que duró 16 años y que mató a un millón de personas. Y en aquel momento había una sensación de urgencia: esta herida tenía que ser olvidada. No teníamos ninguna institución de rendición de cuentas por los delitos cometidos. Tampoco había alguien que tuviera este deseo. Siento que en aquel momento hubo una especie de consenso silencioso, de que era mejor dejar cerrada aquella caja de Pandora. Y tal vez esta fue una decisión apropiada en el momento de la reconciliación. Pero históricamente la amnesia colectiva no funciona, olvidar no puede ser una salida. En cierto punto, hay que enfrentar la verdad de la historia. Y la literatura puede ser una forma de volver a visitar el pasado sin la dimensión de la venganza ni la voluntad de encontrar al culpable.
– “La terraza del frangipani”, recurre al género policial para contar una historia que combina tradición y magia. ¿Es un homenaje o una excusa, la adopción de una forma para narrar una historia más compleja?
– M.C.: Aquella fortaleza donde se desarrolla esa historia es una representación simbólica del país y funciona, al mismo tiempo, como su contrario. Es decir, dentro de esas paredes hay cierta aceptación de un delito y búsqueda del culpable. Dentro y fuera de esa fortaleza estaba la percepción de que la guerra civil no solo fue motivada políticamente. Fue una guerra hecha contra la forma de la modernidad, que se veía como una amenaza para el sistema social más antiguo basado en una lógica de lazos familiares, de lazos con la tierra, con autoridades tradicionales. A diferencia de lo que sucedió en el sociedad mozambiqueña, dentro de la fortaleza todo el mundo se apresuraba a declararse culpable. Como si la admisión de culpa les diera a los personajes una visibilidad porque temían no existir. Después de todo, se demuestra que el crimen cometido no tiene autoría. El culpable era este nuevo tiempo, una época que borra la identidad de los personajes y que termina con ese mundo en el que se sentían vivos y humanos.
– ¿Cómo analiza la pandemia en esta instancia en la que contamos con una vacuna cuya distribución reproduce y refuerza las históricas desigualdades entre naciones ricas y pobres?
– M.C.: Nuestro Comité Científico se creó incluso antes de que existiera el primer caso de infección y está constituido no sólo por científicos y médicos sino también por personas del ámbito social, económico y cultural. Y sí, yo también, integrándolo, me infecté, pero afortunadamente nunca me enfermé. Está claro desde el principio que hay una pandemia, pero también quedó claro que no se siente igual en los distintos países. Entonces, lo que sirve como medida de prevención en un país, no sirve para los demás. Cuando en un país europeo se instaba a la gente con “Quédese en casa”, en Mozambique no tenía mucho sentido porque la mayoría de las casas son pequeñas chozas donde viven varias familias. Se instaba a la gente a lavarse continuamente las manos con agua y jabón, pero era necesario aceptar que la mayoría de las personas no tienen agua corriente ni plata para comprar jabón. Entonces, tuvimos que apelar al uso de cenizas para desinfectar las manos. Por otra parte, la estructura de edad de Mozambique es la de una pirámide de un país absolutamente joven en el que más del 60% de los habitantes son menores de 14 años. Esto requiere políticas de prevención diferentes. Dicho todo esto, estoy bastante orgulloso de la forma en la que se combatió el Covid-19 y de los resultados alcanzados hasta la fecha. Tenemos tasas muy bajas de positividad. Es necesario enfatizar esto para reafirmar que en países muy pobres es posible alcanzar logros cuando la ciencia dictamina el camino a seguir.