Viernes de calor en Córdoba, palpitando ya el fin de semana largo. Viento norte, tráfico intenso, ruidos y ajetreo en la ciudad, todo debe quedar hecho antes del receso “extra large”. Los muchachos de la construcción del frente van paulatinamente acompasando el ritmo del trabajo en función del descanso venidero, ya muy cercano. Sin embargo, el ruido de la obra empezó a mermar de forma notable después del almuerzo. De pronto ya no había casi nadie ahí arriba. Raro. Se podría pensar que decidieron irse antes por el calor, o por la previa del finde. No era normal que se fueran sin más ni más antes de las 18. Tampoco se veía ninguna tormenta inusual en el horizonte. Nada de eso fue la causa
Lo supe recién el sábado. Aunque el viernes a la tarde ya se podía leer una tristísima noticia en algunos medios acerca de la muerte de un obrero en una obra, por el derrumbe de una pared en un edificio antiguo en estado de demolición. Cuando leí tan triste noticia, pensé inmediatamente en los obreros del frente. Seguramente ya estaban enterados, y pensarían que podría haberle tocado a cualquiera de ellos. Aparte de la solidaridad propia de compañeros de rubro, quizá lo conocieran, ya que no estaba tan lejos la obra alcanzada por la tragedia. A veces incluso se comunican entre ellos a través del aire y de las terrazas, como si tuviesen un lenguaje mágico, exclusivo, risueño, alegremente cómplice, que sólo ellos conocen y saben utilizar desde las alturas. Sentí la tristeza que debían experimentar ante semejante noticia, que entre ellos seguramente circuló primero.
Pero como si esto fuera poco, el sábado me cruzo al almacén del frente, a unos metros de la obra, y la almacenera me comenta que estaba muy compungida por el fallecimiento de un cliente habitual -como lo son todos estos obreros- a quien ella nombró simplemente como “el Gringo”. Resulta que era, o había sido, un trabajador de la mismísima obra del frente, la que observamos a diario. Pero como el Gringo tenía experiencia en demoliciones, lo habían llamado para que fuera a ayudar allí a unas pocas cuadras.
Parece ser que el mismo día viernes, o el día anterior, ya no lo recuerdo bien, había estado comprando su almuerzo a esta almacenera, que lo conocía desde hace casi un año, cuando comenzara la obra del frente, que al principio también implicó una demolición, por lo que un mediodía -por unas horas- hubo que cerrar calles aledañas ante una inesperada pérdida de gas que entonces se generara, a partir de un caño que quizá no se esperaba que allí estuviera o que resultara afectado. Entonces temí que nos desalojaran a todos los vecinos y vecinas. Pero nada de esto ocurrió, tuvimos suerte. Todo pareció quedar entonces bajo control.
La almacenera todos los días les vende el almuerzo a estos trabajadores. En ya casi un año que lleva la obra (un megaedificio de 7 pisos, que a algunos nos va tapando ya vista y cielo), cómo no conocer algo de sus vidas. El Gringo le hablaba mucho de su hija, me dijo ella. La adoraba; ella siempre le preguntaba por la nena. En los medios dijeron que tenía 48 años, pero algunos dicen que eran apenas 38. Esas “inexactitudes” que no son detalles menores a la hora de una tragedia, aunque todas las vidas valgan lo mismo.
Asimismo, en los hechos parece que algunas vidas valieran más que otras. Si bien todas las muestras de dolor y condolencias son legítimas, no estoy tan segura de la infausta pérdida de este obrero lleve a deslindar responsabilidades que no tengan que ver siempre con algún posible “descuido” del trabajador. O, peor aún, con su “destino”.
¿Cómo es posible que tres trabajadores estuvieran juntando escombros en una demolición no tuvieran ningún tipo de resguardo ante un inesperado derrumbe? ¿Se investigarán hasta el fondo las responsabilidades, o todo terminará solo en el pago de un seguro a la familia, como un caso más, entre tantos otros que cada tanto ocurren en la construcción?
No se trata solo de la tristísima y lamentable muerte del Gringo, ni del estupor, la soledad y el dolor que atraviesa su familia. Eso ya es tremendo de por sí. Pero si lo tomamos como un hecho aislado, o una mala jugada del destino, nunca nada cambiará. Y digo que no se trata solo del Gringo porque parece que una transeúnte ocasional también resultó herida por un escombro volador. Ante ese panorama, ¿podemos quedarnos tranquilos con la ciudad que habitamos? Antes de iniciar un emprendimiento, o una restauración, ¿se realizan todos los estudios y relevamientos necesarios, empezando por tomar todos los recaudos ante un trabajo tan peligroso como una demolición, colindante con otras edificaciones y con calles y veredas donde la gente y los autos seguimos circulando?
Sabemos que se carece de una planificación apropiada en muchos sectores de nuestra ciudad. ¿Puede ser que solo el afán de ganancias económicas sea siempre lo que prevalezca y se proteja, antes que la vida de los trabajadores, y hasta de los vecinos de la ciudad que sufren muchas veces los daños colaterales, cuando algo escapa a los cálculos o algo sale mal?
Es hora de que quienes tienen la responsabilidad se replanteen algunas prioridades. Del mismo modo que con el planeta y el cambio climático, la acumulación de emprendimientos urbanos sin planificación apropiada, en barrios ya superpoblados, producirá mayores problemas, atentando contra la calidad de vida de los ciudadanos, la falta cada vez mayor de espacios verdes y de espacios abiertos, y contra la vida misma, como ocurre en principio con quienes están más expuestos o son más vulnerables, como los trabajadores de la construcción. Esta vez le tocó al Gringo. Ojalá que no le toque a nadie más, aunque suene ilusorio.