El debate entre meritocracia y derechos para todos es una reducción caricaturesca de un debate mayor que desarrollan desde hace siglos los más importantes científicos sociales. El emprendedurismo neoliberal es más la capacidad de resiliencia de quienes son capaces de levantarse e intentarlo de nuevo ante cada fracaso, y la sensibilidad social desde el Estado en busca de igualar las condiciones de inicio es una utopía a poco que se vea que ellas son económicas, educativas, familiares, sociales, tecnológicas y muchas más, en donde el Estado tiene muchos límites.
En mi nota Pobrismo y Meritocracia, de 2020, describía el ‘pobrismo’ (como) una idea convertida en ideología –o sea una simplificación de la realidad- que entiende que sólo los sistemas producen pobres y exitosos. La meritocracia es otra ideología, que entiende que el éxito es sólo consecuencia de las actitudes personales.
Tratando de superar lo meramente descriptivo, avanzaré en esta nota en las consecuencias de las políticas públicas que se desarrollan a partir de ambas ideas.
Svenja Flasspöhler en su libro «Sensible. Sobre la sensibilidad moderna y los límites de lo tolerable», desarrolla ese debate histórico en una perspectiva desde los países desarrollados, en donde las soluciones o son individuales o son políticas públicas, sin considerar lo que para los países subdesarrollados y en especial Argentina han sido las principales formas solidarias de contención interpersonal y desarrollo social-institucional.
Muchos de nosotros hemos sido o somos protagonistas o testigos de la contención y ayuda –especialmente en los sectores más empobrecidos- de familiares no tan cercanos, vecinos o inclusive desconocidos que, sensibilizados con situaciones terribles, se encargan de ayudar, contener, sostener o inclusive adoptar de hecho a quienes han sufrido vulneraciones o eventos –tragedias, abandonos, etc.- que afectan sus derechos.
También del accionar de la sociedad civil organizada en Entidades de la Economía Social y Solidaria (EESS) como cooperativas, mutuales, clubes, colegios comunitarios, asociaciones vecinales, sindicatos y muchas otras más que proporcionan servicios y acciones que igualan los derechos de los ciudadanos, en especial donde el Estado ha sido insuficiente para hacerlo mediante políticas públicas financiadas con impuestos.
Friedrich Nietzsche (1844-1900) decía que “lo que no mata, fortalece” y que por tanto eliminar el dolor del crecimiento es a la vez un imposible y un error que dificulta premiar a quien logra esa resiliencia individual.
Emmanuel Levinas (1906-1995), un filósofo judío sobreviviente de los campos de concentración, desde la “filosofía del otro” dice que “es fácil hablar cuando no se es discriminado” y que la mera resiliencia consolida la situación de injusticia, por lo que debe ser protegido.
Otros autores, si bien celebran la resiliencia individual, señalan que la sensibilidad social cuando las vulneraciones individuales se vuelven sociales –las discriminaciones, los límites absolutos de acceso a bienes mínimos para la vida y el desarrollo como la alimentación, vivienda, salud o educación, etc.- son imprescindibles los cambios evolutivos o revolucionarios en las estructuras.
Por último, Sigmund Freud dice que desde el inconsciente las emociones pulsionales son reprimidas por el superyó-controlador en tiempos de paz que disfrazan el dolor producido externamente por uno interno y emotivo
Pero en las guerras la inminencia del dolor y la muerte producen las peores pulsiones violentas y los actos de heroísmo, de los que surgen los traumas.
Sin embargo, el concepto de trauma se ha ampliado hasta que se alcanzó la “algofobia” –Byung-Chul Han- que es el miedo generalizado al dolor, que nos limita y somete.
En ella el uso del lenguaje puede invisibilizar el dolor como en el uso del lenguaje inclusivo que iguala, pero no elimina el dolor de los no heterosexuales cuyos miembros más resilientes se habían apropiado orgullosamente de la palabra “gay” y que con el lenguaje inclusivo son invisibilizados.
Parece que cuando ambos conceptos, resiliencia individual o sensibilidad social, se vuelven absolutos, excluyéndose mutuamente, vuelven a los resilientes insensibles a lo que le ocurre a los demás, narcisistas con su propio mérito y condición o la excesiva sensibilidad social termina considerando “vulnerables” a quienes se debe proteger de todo riesgo o dolor, reduciendo su resiliencia individual.
La historia humana es una progresiva evolución y sensibilización del individuo –desde la muerte de los vencidos, la esclavitud, el vasallaje, los súbditos, los ciudadanos formales y los sujetos de derechos- en donde la violencia exterior fue reemplazándose por la violencia interior inconsciente en donde el “súperyo-controlador” freudiano, elimina las pasiones más violentas pero sostiene sus traumas.
En los últimos años, el aumento de la sensibilidad con grupos sexualmente no binarios, estéticamente discriminados (gordos) o las violencias no físicas hacia mujeres que son identificadas como avances, están desencadenando divisiones y fragmentaciones al convertirlas en un arma de grupos antagónicos.
Es que si bien el proceso civilizatorio de sensibilización inhibe y regula las pasiones e instintos, no hace que desaparezcan y continuará hasta que se armonicen las exigencias sociales con las necesidades individuales.
No obstante, las normas protectoras de la intimidad ya no provienen de la sensibilidad social sino del mundo de los sentimientos individuales que en los grupos ahora protegidos aumenta, por lo que requieren más protección social llegando a disminuir sus posibilidades de resiliencia individual y convirtiéndolos en eternos “vulnerables”, aunque el aumento de la sensibilidad social y su protección normativa actual haya permitido demostrar la resiliencia de muchos ellos.
Las políticas públicas más eficaces son universales –aunque sean segmentadas-, mientras que las focalizadas en pequeños grupos solo son eficaces cuando son decrecientes en el tiempo, so pena de problemas de transparencia y dependencia que limitan la resiliencia individual de los individuos.
Allí, nuestro país tiene ventajas y alternativas por su enorme sociedad civil organizada –que otros países como Brasil o Colombia han reconocido en las últimas décadas- además de la frecuente solidaridad interpersonal que contiene casos particulares y promueve desde la base la sensibilidad social de su cultura y valores.
Por ello, no resulta extraño que independientemente de sus preferencias electorales, la mayoría de los argentinos coincide en mantener los planes sociales a sectores empobrecidos y vulnerables, la jubilación y medicamentos gratuitos a adultos mayores con haberes mínimos, la educación y salud universal y gratuita, la sindicalización y las paritarias, el derecho a la planificación familiar, el aborto seguro y gratuito y la educación sexual integral que ha reducido el embarazo adolescente y visibilizado y prevenido los abusos a menores, entre otros, que están muy lejos de lo que hoy proponen varios de los principales referentes de los partidos y frentes opositores.
Es quizás la hora en que los Estados promuevan la organización de la sociedad civil, inclusiva y transparente, –es obvio que no todas lo son- en especial de trabajadores, pequeños productores y consumidores que son los eslabones más débiles de la sociedad capitalista, luego de años de promoción del puro individualismo y el desarrollo concentrado de la estructura económica.