Octavio Peralta no podría saberlo, ni haberlo inventado, pero cuando lo descubrió, no le costó tanto armar la cosa. Fue una iluminación; más bien un impacto que lo zarandeó espiritualmente y no le borró la sonrisa interna hasta que consiguió su objetivo. Y hablamos de un asesinato, pero uno de ejecución particular, con sus elementos primordiales: paciencia y atención.
Las reuniones de juego en el almacén La Ponderosa hicieron que el grupo de paisanos ocupara el centro de atracción de los viajantes y curiosos. El asunto había empezado como se empiezan tantos otros: alrededor de una mesa, cinco tipos con ganas de despuntar el vicio, que tomaban caña y aguardiente, vino cuando el bolsillo flaqueaba, que se ponían a jugar a las cartas españolas. Ismael Alarcón decía que la canasta o el chinchón es para los desinflados, por eso siempre se jugaba al truco; cuatro enfervorizados paisanos salidos del mundo y otro que miraba y esperaba ver hacia dónde corría la rueda del azar, o la destreza de cada pareja.
Los cinco hicieron costumbre lo que empezó como una distracción de sus enseres. Reunión a las seis de la tarde, mazos nuevos cada tantas partidas, donde el que rompía el celofán se detenía en el olorcito a nuevo de las cartas, anchos de basto o espada, y la mentira como mayor escalafón de la consagración.
Únicamente en veranos tórridos, una cantidad gigante de mosquitos alrededor del farol, rondándolos, o alguna descompensación pronunciada, hacía terminar antes de tiempo las largas e intensas partidas en las que los perdedores debían pagar el queso y dulce, comprar los mazos, y masticar el deshonor frente a los ojos de quienes se quedaban estaqueados ahí al lado del juego, emulando a los caballos atados al palenque, afuera, traspasando la cortina de flecos plásticos.
Pero así como el tiempo pudre la comida que no se come, también hace conocer a la gente con la que se hace rutina. El juego del truco, de sitio supremo, fue adquiriendo de a poco un lugar lateral, ya que los paisanos se juntaban y demoraban en charlas, en pareceres sobre clima, paisanas, y donde afloraba el carácter de cada uno que se llegaba a la mesa, para que los demás supieran quién y cómo era. Se levantaba la voz para darse la razón, y la hombría llegó al punto de mostrar el puñal en las verijas. El juego de cartas se fue haciendo el postre de la charla, aunque las reuniones eran tan precisas como comprometedoras para los cinco.
Aparecieron los fiados, las pagas indefinidas y disolutas, donde no se terminaba sabiendo quién había puesto de más o de menos, haciendo rezongar el dueño de La Ponderosa mientras pasaba interminablemente el trapo a la mesa. Octavio mantenía en el grupo el lugar de merodeador; era sigiloso, callado, corto, pero defensor de lo suyo; en la cumbre del palabrerío y de los dictámenes finales estaba Ismael, que era -logró pensar Octavio cuando se deslumbró con la idea- quien había reunido y empezado con el grupo y el juego, y quien tenía afición por el desacato frente a los otros, junto a la imagen intacta del poder que le lustraban los paisanos que se había cargado o que había hecho escapar de la zona. “Soy tranquilo, pero no me busqué”, decía, sembrando silencio en los que escuchaban.
Pero junto a eso, tenía algo que no sólo Octavio sino los demás también se dieron cuenta: Alarcón era al mismo tiempo mal discutidor, y mal perdedor. Más mal discutidor que perdedor, tal vez intuyendo que en el truco el azar jugaba un papel preponderante. Le ofuscaba más perder en alguna charla con argumentos siempre chabacanos o sacados de una enciclopedia vernácula que ninguno, ni él ni nadie, podían comprobar. El silbido de un churrinche, la edad que podía vivir un quirquincho, o el tiempo de estación que necesita la morcilla blanca, le sacaban chispas de los ojos a Ismael, cuando alguien rebatía sus afirmaciones. Y era Peralta quien, en un silencio creativo, descubría para sí mismo que era quien rebatía sus opiniones aun no diciéndolas frente a los demás.
Resta agregar que a Octavio le llegó a molestar hasta la sola presencia de Ismael. Cada reunión tenía un momento -fuera en el juego, fuera cuando hubiesen terminado- de tensión y disputa. Los otros tres paisanos le festejaban y los dejaban hacer a los dos, y eso también sintió Octavio, que prefirió mantenerse al margen y soportar la voz ronca e imponente de su oponente. Hubo momentos para ronda de chistes, e Ismael notaba que el festejo que Octavio hacía de los de los demás era un poco más ampuloso que el que hacía a los de él. De ese modo, la cárcel estaba dictada: seguían reuniéndose dos veces a la semana en La Ponderosa; nadie podía faltar, porque eso era una humillación desmedida (el motivo aceptado para la ausencia era la muerte de un ser querido o la propia), de allí que el juego de truco iba quedando desplazado por las charlas de los cinco en donde les importaba ver cómo se iba armando la torta y quién salía airoso en las discusiones. Sin equivocarnos, podemos decir que eso también los hacía vivir.
Entonces primero fue la atención. Eso permitió a Octavio detenerse en el juego -le dijeron que de un origen antiguo- que logró ver cuando bajó a la ciudad. Allá había bares más amplios con fuerte olor a lavandina, y pisos de baldosas lustrosas, en los que se jugaba. Se jugaba a una especie de Scrabble. Lo primero que empezó a hacer el paisano, (reiterar que de luces intermedias no está de más para la historia), fue salir disparado después de haber jugado al truco y de haber reñido con los otros cuatro en el almacén, para sumarse a ver cómo se jugaba y de qué trataba ese juego de letras, donde se armaban palabras y sumaban puntos. Desde su personalísimo proceso neuronal, con algunas preguntas a los jugadores una vez que terminaban y se pedían una soda o tostados, dándose la mano con restos de mayonesa, Octavio logró entender que en ese juego se ubicaban letras y armaban palabras, pero le llamó la atención que muchas de las que se ponían él no las sabía. Notó, que así como en el truco se podía mentir, acá se podía inventar palabras. Hacer aparecer alguna que no existiera antes, hasta que se pronunciara o pusiera sobre el pequeño tablero para ir formando las de cada jugador.
Escuchó varias veces la palabra, salida de boca de los jugadores, algunos con gruesos diccionarios que dejaban debajo de las mesas o apoyados a un costado como un salvavidas alfabético. Neologismo. La buscó, la consultó, y lo que le quedó fue esto: “palabra nueva que satisface una demanda lingüística, una necesidad de expresión”. Octavio se sintió tan fresco al comprenderlo, que no le interesó discutir fuertemente con Ismael o con alguno de los otros en las siguientes reuniones de truco y conversación. Se había sentido inteligente, artífice de la idea que quería concretar.
Estudió con paciencia (el segundo requerimiento), como podría hacerlo Peralta, las zonas flacas de Alarcón; los puntos débiles, en los que le parecía que se sulfuraba como nadie, y descartaba sus animosidades disimuladas o sus actuaciones demasiado impostadas. La paciencia en advertir eso también lo fue llenando de algo que él mismo reconoció como odio. No soportaba a Ismael, y no le molestó que la cosa no fuera mutua. Más bien se centró en eso que había descubierto: ante una necesidad nueva, hay que crear algo que la satisfaga; se llamaba neologismo. Octavio lo aplicaría a su situación, tal vez rústicamente. Para expresar algo que las palabras que existen no pueden expresar, hay que inventar nuevas palabras. El jugador que sabía eso, tenía ventaja en aquél juego.
Al final de la jornada de discusiones sobre el tema que fuese, y luego de las partidas de truco que hubiesen salido, Octavio se acostumbró a levantar la vista para ver quién podría ser. Hasta que lo consiguió. Primero fue insistir en la partida de seis, en las bondades y alternativas que tendría; después sumar a uno que pudiera meter bocado sobre el tema de discusión. Se sabe que en esos grupos, en esas cofradías de almacén, la impermeabilidad al ingreso de un nuevo integrante es una cuestión de Estado, más bien no está en el horizonte de posibilidades del grupo. Los parroquianos dirían que es más factible que un astronauta ingrese a La Ponderosa a pedir una caña, que la sola idea de que un nuevo miembro pase a formar parte del grupo de una semana a la otra. Pero Octavio lo logró.
De ese modo, seis personas estuvieron en un momento sentadas a la mesa. ¿Cómo lo hizo Peralta? ¿Cómo sorteó la valla? Para eso se sirvió (en su mundo, en sus motivaciones, que serían lo mismo) del neologismo y el Scrabble. Una necesidad encadenada fue su idea. Primero apuntó y dio en hablar en la reunión sobre ciertos arbustos; más tarde recayó en hablar sobre las reglas del truco, según cómo se jugaba en las distintas partes del país. Se llevó algunas puteadas y levantadas de voz, pero se las aguantó. Ante tales altercados, logró hacer ingresar (primero fue el contestar desde otra mesa) a un paisano que decía conocer bastante sobre reglamentos de juegos de mesa. Peralta hasta se permitió pedirle que hablase un poco de ese juego de letras y palabras que había en lugares de la ciudad. Cuando los integrantes del grupo se quisieron acordar, el sexto paisano estaba sentado en la mesa, al horario previsto, con los demás, charlando sobre temas variados. Y exclusivamente se prendía con la discusión de los reglamentos del truco en las partidas demoradas que los dejaban al filo de la medianoche: Flor mostrando las cartas, el envido mal dicho que no valía, el no mostrarlo cuando no se pide, entre otras cuestiones.
Una parte estaba hecha. Peralta fue encontrando los puntos de disputa entre Ismael y el flamante jugador charlatán, que por nuevo no podía levantar la voz de ese modo ni hablarles así a los otros, por más que conociera sobre aquello que estaba discutiendo: “La helada no te seca esa planta, te digo”; “no siempre hay que cantar lo más alto en el envido para no descubrirte las cartas”, eran algunas de sus afirmaciones. Enfático, se acopló rápido, y las peleas verbales eran fogoneadas por Peralta junto a uno de los otros viejos integrantes, que ya tenía el hígado bastante gelatinoso y por ello podían quedarse tomando y aplaudir alternadamente hasta que se terminara la farra.
Ismael Alarcón esperaba a que estuvieran los seis para frotarse las manos por debajo de la mesa y empezar la discusión. El nuevo, buscaba sentársele enfrente, algo que era bien preparado por Octavio; llegaba antes y dejaba la lata con dulce de batata en un asiento, el chambergo en otra, se movía de lugar hasta que lograba que quedaran frente a frente, para hacer punta y hacha o para discutir. Así funcionaba el razonamiento de Peralta: ante una nueva necesidad -el odio a Alarcón-, había que crear algo nuevo, -eliminar a Alarcón-; para ello había que inventar una nueva palabra, un nuevo modo de relación que moviera lo dado; eso se conseguiría trayendo y manteniendo a un nuevo integrante en el grupo. Y eso se produciría hasta que ese neologismo, esa novedad en el grupo de paisanos, volviera a poner en orden las cosas; hasta que el lenguaje absorbiera para volver a fijar sus normas, y sumara al caudal lingüístico esa palabra reciente, así como el nuevo integrante deja de ser nuevo cuando se asienta en el grupo. Claro que esto último no lo habría podido pensar así Octavio. Pero en lo esencial sí.
Lo demás puede suponerse. Los enfados y las toreadas de Ismael Alarcón lo alteraron al punto de sentir ganas de eliminarlo. Primero fueron dos enfrentamientos verbales, en los que, nobleza obliga, Octavio casi no tuvo injerencia alguna, ni tampoco los otros tres paisanos; en la tercera, Alarcón no tuvo más que señalarle afuera al contrincante (extendiendo la mano) porque el dueño del almacén, rejilla en el hombro, pidió que no hicieron lío adentro. Octavio es calmo, y solamente salió cuando oyó los gritos de los demás, el siseo agónico y las corridas de cada uno para que no los llamasen o buscasen por haber estado mirando. Una necesidad, que fue satisfecha, sin mancharse las manos: eliminar a Ismael del grupo, pero dejándolo vivo.
Al otro día, cuando los cuatro miembros estaban por abrir ritualmente el mazo de cartas en La Ponderosa, porque la vida en verdad continúa, apareció Alarcón y se sentó. Jugó intranquilo unas manos, moviendo los labios de un lado al otro, masticando el escarbadientes; era el honor. El comisario entró acompañado por un policía que pidió un vaso de vino y que apuró enseguida. A una señal del comisario, Ismael Alarcón miró a los cuatro compañeros y se levantó, para salir, sin animarse ahí adentro, hasta que no pisara la tierra estrellada, a juntar las manos detrás de su espalda para que lo esposaran. Era el honor.
Octavio Peralta logró esa misma semana ir hasta el bar que frecuentaba en la ciudad y jugar (por primera vez) un momento al Scrabble. Sin querer, no sabemos si a propósito o no, formó la palabra existinguirse. Se la tomaron por buena, por la unión de existir y extinguirse. “Un neologismo, vale”, dijo un joven jugador que aguardaba su turno, de cara blanca como la leche, camisa prendida hasta el cuello y anteojos con vidrios gruesísimos.
Cuento perteneciente al libro Hueso al cielo, Editorial Alción, 2018.
Nicolás Jozami
Nació en Santa Rosa, La Pampa en 1979. Escritor. Docente. Investigador. Licenciado en Comunicación Social, en Letras Modernas y Doctorando en Letras. Ha publicado los libros de cuentos: Las leyes de la ausencia (Babel, 2022); Galería de auxilios (no editorial, 2019, reedición en Ediciones del Callejón, 2022); Hueso al cielo (Alción, 2018); La joroba del Edén (Cartografías, 2018); El brillo gemelo (Borde perdido, 2016) y La quimera (Ciprés, 2009). Entre otras, ha obtenido las siguientes distinciones: Mención para publicación en antología en el “Premio Municipal de Literatura San MigueI de Tucumán”, 2022; Mención en el “Concurso Literario Córdoba Escribe, género Cuentos Policiales”, 2022; Premio del Fondo Estímulo a la Actividad Editorial Cordobesa por su libro Las leyes de la ausencia (2021, y actualmente en proceso de edición), Primer premio en el Primer Concurso Literario “Córdoba Escribe”, género cuento, organizado por la Agencia Córdoba Cultura, la Legislatura provincial y la biblioteca Popular Mariano Moreno de Río Cuarto (2021), entre muchos otros. Colabora además con reseñas y notas de opinión en los diarios Hoy Día Córdoba (Córdoba), La Arena (La Pampa), El Liberal, (Santiago del Estero), Diario Sierras (Córdoba), entre otros, y en revistas digitales como BIFE (La pampa), El Ganso Negro (La Rioja), Viejo Mar (La Pampa), La Papa (Tucumán), INVOX (La Rioja), Be Cult (Buenos Aires), etc. Ha dictado y dicta talleres de escritura de invención.
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El ritual de juntarse a jugar al truco y los vericuetos del lenguaje pueden resultar un móvil poco común para un crimen. En el presente relato, Nicolás Jozami nos muestra cómo una discusión frecuente entre paisanos puede salirse de control si la discrepancia es grande.