Hace algunos años, tomaba yo exámenes finales, en uno de esos turnos especiales; como los que se iban a examinar conformaban una lista corta, decidimos hacerlo directamente en mi “box” de la facultad, ya que el sillón de mi escritorio era sustantivamente más confortable que los pupitres del aula. Cuando le llegó el turno a un alumno sobresaliente, en el que tenía muchas expectativas de que se incorporase en un futuro a la cátedra de política internacional, se quedó mirando el papel tapiz del fondo de pantalla de mi computadora, encendida a un lado del escritorio sobre el que se desarrollaba el examen oral. En ella, el rostro rubicundo de sir Winston Churchill en blanco y negro, posando en su propio escritorio y con el inmenso cigarro cuyo tamaño ha quedado asociado a su nombre sonreía a la cámara. “Qué extraño que un hombre como usted –dijo mi alumno, activo militante en las agrupaciones progresistas del centro de estudiantes- tenga la imagen de un viejo liberal y cipayo en su compu”. “No veo qué tenga de extraño –contesté a mi alumno-; en efecto, profeso por Winston Churchill una respetable estima. Un auténtico liberal, es cierto (intentaré olvidar el injusto mote de ‘cipayo’), y ojalá tuviésemos entre nosotros liberales como él”, dije.
Pasamos buena parte de aquella hora polemizando con mi estudiante sobre la personalidad del líder británico, y sobre lo beneficioso que sería para la Argentina la formación de un auténtico partido de centro derecha, que pudiese ser una plataforma de nacimiento y desarrollo de liderazgos liberales genuinos, con quienes debatir -en profundidad- proyectos de país y alternativas de futuro. No sé si habré logrado insuflar en aquel alumno una consideración más benigna hacia el legado, el pensamiento y el ejercicio político de Churchill; lo dudo, porque –además- tiempo después de aquel examen llegó el macrismo. Y esta época tan lamentablemente particular de nuestra historia reivindica, para sí misma, la designación político ideológica de liberal.
Pero no lo es. No son programas liberales ni el desastre económico que aúna recesión con inflación desbocada y endeudamiento externo de proporciones históricas; ni el que destruye cotidianamente los salarios y los ingresos fijos de los trabajadores; ni el abandono de toda presencia estatal para sostener el mercado interno y contener a las masas expulsadas del sistema; ni la anarquía de desarme industrial, científico, tecnológico, académico y de desarrollo. Ninguno de estos resultados se relaciona con plataformas liberales ni en lo filosófico ni en lo empíricamente político en la historia contemporánea.
Tampoco, por supuesto, la defensa a los gritos de una gestión que hace agua por los cuatro costados. Se apela al carácter férreo de aquel viejo líder británico y se recuerda su coraje insobornable, contra viento y marea, para mantener el rumbo de confrontación contra el violento “populismo” nazi en Europa de mediados del siglo XX. Y también esta, como casi todo en nuestra actualidad tan devaluada, es una comparación falaz: en la Argentina el enemigo no es el “populismo de los 70 años de peronismo” (ahora Carrió, vocera del Gobierno, ya ha aumentado ese fatídico período a 80 años, parece que a la memoria selectiva del relato también le llega la inflación). Más claro aún: el enemigo no es el peronismo; y este anti-peronismo rampante no puede sino llevar a ahondar la fractura social. Y por más que todo el aparato mediático oficialista intente inocularlo en la opinión pública, el Presidente gritando, desaforado y desencajado en el discurso de apertura de sesiones legislativas no es un remedo de Churchill.
Como dato de color (negro) de este intento de semejanza: uno de los “trolls” más activos en las redes -esos tuiteros que defienden corporativa y acríticamente cada paso del Gobierno y cada palabra del Presidente- oculta su anonimato bajo el pseudónimo de “Winston”, y la ilustración de su avatar es el perfil del viejo premier con el cigarro habano apagado. Para que lo pusilánime de esa comparación quede en evidencia, se pueden ver en las redes dos películas que retratan con admirable fidelidad la persona y el contexto en que se enmarcó la gestión del primer ministro inglés. Un contexto que el debate en torno a la permanencia de Gran Bretaña dentro de las instituciones y del orden de la Unión Europea ha actualizado por estos días. Esos retratos son “Churchill”, la película dirigida por Jonathan Teplitzky en 2017, donde el líder es encarnado por el genial Brian Cox; y, del mismo año, “Las horas más oscuras”, de Joe Wright y con el oscarizado Gary Oldman en el protagónico. En ambos retratos fílmicos, el comportamiento del estadista cuando se requieren decisiones firmes en condiciones extremas se hace evidente, y marca, con abundancia, las diferencias con la impostura de mostrar firmeza a los gritos, apenas un producto de marketing electoral duranbarbista.
Un liberal es un hombre que ama la libertad, tanto la suya como la de los demás. Y nadie que vea, impotente, cómo se desmoronan a diario sus condiciones de vida y perspectivas de futuro puede ser considerado un hombre libre.
Imitando a la pluma de Domingo Sarmiento -otra de esas figuras incómodas por su coherencia- digo ¡sombra terrible de sir Winston, yo te invoco! ¡Ven a mostrarles a estas burdas imitaciones de tu firmeza lo que hay atrás de un carácter!