En cualquier sistema la distribución de ingreso y riqueza entre los distintos actores depende de su capacidad de moverse en el espacio y en el tiempo. Me explico, si dos personas deben competir por un mismo recurso ganará aquella que pueda tener otras fuentes para tensar la negociación o retirarse de ella tomándose tiempo para que el otro desespere. Así pasa también entre un comprador y vendedor, y en el sistema económico.
De hecho, históricamente la escuela neoclásica que sucedió a Adam Smith en la economía política señaló los problemas generados por las fallas en la competencia perfecta que se producían: a) el distinto acceso a la información; b) las restricciones al ingreso o salida de competidores en un mercado; y c) la capacidad de los monopolios en aumentar o disminuir la cantidad producida de cualquier producto o servicio generando abundancia o escasez.
A fines del siglo XIX surgieron las normas de defensa de la competencia, como las leyes antitrust, antimonopolio, etc. que funcionaron con muchas dificultades por la influencia política y económica de las empresas más poderosas hasta fines de los 70.
Desde allí la concentración financiera impuso su capacidad de movilidad instantánea (a un clic) y la de “aparecer o desaparecer” en paraísos fiscales, atesoramiento, etc. con lo que todo el resto (países, empresas, propietarios de los recursos naturales, trabajadores, etc.) tuvo y tiene que someterse a sus condiciones.
No resulta extraño entonces que los países con gobiernos influidos, infiltrados o sometidos por el poder financiero hayan beneficiado a los inversores internos o externos con devaluaciones de su moneda, exenciones de impuestos, subsidios extraordinarios, libertad en el movimiento financiero, etc.; o enfrentados a ellos sufrieran restricciones en la disponibilidad de divisas, aumentos del riesgo país, las altas tasas de interés que pagan y/o procesos inflacionarios por devaluación de su moneda.
En ese contexto, las empresas más grandes de todo el mundo en los 80 comenzaron a fusionarse para influir más en los mercados, trasladarse a países con menores cargas tributarias y costos de mano de obra, en donde los países financian las inversiones en infraestructuras energéticas, de transporte y comunicaciones, y formación de recursos humanos con cargo al Estado, en una competencia entre territorios por inversiones extranjeras que no parece tener fin.
Las mercancías, y en especial los servicios, se globalizaron en los 90 por lo que muchos mercados son manejados por empresas virtuales localizadas en paraísos (o guaridas) fiscales o de baja tributación, en donde se desconocen sus propietarios o beneficiarios finales que se invisibilizan.
Simultáneamente, las tecnologías se patentan (inclusive aquellas que provienen de “descubrimientos” de especies ya existentes en la naturaleza) y exigen obtener su propiedad y regalías o directamente se impide su uso mediante sanciones.
Los recursos naturales, en especial los que son propiedad de los países o personas residentes, no tienen capacidad alguna de desplazarse en el espacio, aunque, si son propiedad monopólica de empresas que sí la tienen, pueden aumentar o disminuir su producción, presionando para obtener o sostener privilegios.
Mientras tanto, los trabajadores tienen todas las restricciones posibles a su desplazamiento a otros países, que el capital financiero, las empresas, los bienes y servicios jamás tienen, por lo que parecen condenados a ser “el último orejón del tarro”, salvo que decidan y puedan desplazarse real o virtualmente.
Así, todos los sistemas distributivos de ingreso y riqueza son definidos por la capacidad global de los factores de la producción (dinero, empresas, sus tecnologías, bienes y servicios, y los trabajadores) de movilizarse en el espacio y en el tiempo, imponiendo sus condiciones a los demás, redistribuyendo la riqueza que se genera en su favor.
Todo parece inmodificable, sin embargo, la pérdida de hegemonía de países como EE.UU. o bloques económicos como la Unión Europea o el G7, que han perdido competitividad por la financiarización de los mercados de capitales, el traslado de sus empresas a países de bajo costo fiscal y laboral, y el ascenso de los que se están organizando en nuevos bloques, como los BRICS, la Asociación Indo-pacífico, o de Shanghái, están poniendo en duda la estabilidad del sistema hegemónico occidental, aunque su decadencia no será ni rápida ni necesariamente un cambio en el sistema de distribución, sino un cambio en quienes manejan la marioneta universal.
De todas maneras, las restricciones o sanciones que se están imponiendo mutuamente los países y bloques a sus transferencias de capital, la propiedad de sus empresas y tecnologías o el acceso a sus mercados de bienes y servicios, están disminuyendo la libertad de éstas de movilizarse en el espacio, por lo que algunos países y gobiernos (con una planificación a largo plazo que puedan sostenerse políticamente) tienen la posibilidad de aprovechar sus capacidades y disminuir sus dificultades capitalizándose.
Es previsible que el aumento de las tensiones entre la hegemonía occidental y la emergente de los países que pretenden un mundo multipolar o bipolar derive en situaciones beligerantes, como guerras híbridas, que incluyen lo financiero, económico, comercial, tecnológico, diplomático o militar, en las que los países tengan una oportunidad de pendular en posiciones ambiguas.
Un alineamiento exagerado con EE.UU., de quien Henry Kissinger dijo “ser enemigo de EE.UU. es peligroso, pero ser aliado es fatal”, e Israel, no es ni mucho menos la mejor alternativa para ejercer la soberanía nacional y capitalizar a sus empresas, trabajadores y residentes locales.
Mientras tanto, los resultados presidenciales en EE.UU. con el triunfo de Donald Trump pueden tener resultados ambiguos para nuestro país, según se trate de lo financiero, comercial o inversiones. Lo primero en el corto plazo puede ser favorable con un mayor financiamiento de Washington (siempre que no aumente excesivamente la tasa de interés), lo segundo depende si el aumento de aranceles de importación en EE.UU. es generalizado o selectivo por países, y lo tercero no depende de su gobierno sino de las empresas extranjeras y sus resultados en el país, ya sea por consumo o exportación, lo que por ahora no es auspicioso por la recesión interna, el atraso cambiario y la inestabilidad política.