Estos tiempos amenazan con volver definitivas categorías de objetos que, hasta hace unos meses, eran ignoradas o simplemente formaban parte del corolario de imágenes de otro mundo. Así, el tapabocas pasó a ser no solo en un objeto cotidiano, sino que adquirió, además, las mismas capacidades de extraviarse que una media o un manojo de llaves. Capaz de reaparecer entre la maraña de ropa amontonada o debajo del asiento de un auto. O simplemente perderse para siempre. Al revés, se los puede encontrar olvidados colgados de un alambrado o en un colectivo, como me sucedió con mi par de anteojos de ver milagros, que por años perdido quién sabe dónde, hasta que una mañana la realidad los vuelve a traer, y de solo tenerlos entre mis manos me llevó a limpiar los cristales grasosos y a sentir que el marco vuelve a acomodarse a mi rostro para mostrarme los detalles ínfimos de la vida.
Nuestro gato se llamó Toto, desde el primer día. Llegó a casa allá por 2008 cuando, en un febrero, fiel a mi costumbre, me quedé un rato más en la mesa de cumpleaños de mi amigo Martín, en Florencio Varela. Jime, mi compañera, que volvió antes junto a Daniel y su familia, me esperaba con la noticia. Durante la vuelta le habían ofrecido un gatito. Si aceptaba, al otro día iríamos a buscarlo a una bella casona de Saavedra, junto a las vías, en Buenos Aires.
Toto creció en un departamento muy chiquito, pero con patio a toda la manzana. Y se acostumbró a andar, a cazar, a pelear con otros gatos. Salvaje, volvía en las mañanas o en las noches, como un perro, siguiendo mi silbido.
El vuelo
Uno de los primeros milagros de Toto fue su vuelo desde el noveno piso, cuando nos cambiamos de casa. Voló. Estuvo meses enyesado, pero de aquel aterrizaje violento, ni rasguños, ni rengueras. Solo el recuerdo de uñas resbalando en la pared, el ruido seco y su maullido de dolor.
Siguieron varias mudanzas hasta que, en 2015, por fin, dejó de ser un gato de departamento para convertirse en gato definitivamente, o vaya a saber qué. Era un placer verlo en sus intentos de caza debajo del algarrobo o en los baldíos vecinos. Su pelaje gris confundiéndose con los yuyales. Regresaba al silbido, y además, como perro, solía seguirnos cuando las caminatas serranas se limitaban al barrio.
Mudanzas y saltos al vacío hicieron que Toto gastara apresuradamente sus siete vidas. Así, una mañana de mayo, bien temprano me pidió salir. Recorrió el patio. Miró con desidia a las calandrias, inalcanzables. Volvió. Desde la ventana se intuía el frío. Gris. Mientras yo escribía, él se acurrucó en la cocina y esperó los mates de Jime. Comió un par de migas, como siempre, de su mano. Después maulló, fuerte -como en la caída- y murió. Simplemente murió. Lo enterramos bajo el algarrobo, para que un día pudiera salir a buscar chingolitos o a las calandrias, inalcanzables.
Pasaron unos años dos, quizás tres. O más. (Las nociones de tiempo también se han vuelto aún más relativas durante la pandemia). Hace un par de semanas escribía, como siempre, mirando por la ventana. Entonces vi el pelaje gris. Cruzaba el patio.
Regresos
Unos días más tarde, la gatita, tan parecida a Toto, volvió a cruzar. Y hasta se quedó un rato cuando le dimos comida. Estaba flaca, magullada. Parecía regresar de un largo viaje. Durante las noches desaparecía. Pero volvía a comer. Y se acercaba ronroneando.
Una tarde, caminando, sentí que me miraba. Corría detrás de mis pasos. Durante la noche llegó una tormenta. Sentimos que el viento iba a llevarse la casa volando por los aires. Pensé en la gata. Me la imaginé mojada. La mañana la trajo, al otro lado del vidrio. Maullaba, como pidiendo entrar.
Nuestro hijo Fidel, empezó a llegar un año después de la muerte de Toto. Nunca había visto un gato en la casa. Se entusiasmó al verla, otra vez. Miabu, iba repitiendo, en sus medias palabras de hombre que da sus primeros pasos. Jugaron en el patio. Fidel y la gata. Después nos fuimos. Dejamos una ventana abierta. Olvidos o casualidades. Cuando volvimos la gata se había acomodado entre los juguetes. Nos miraba, como quien pide permiso. Entre sus patas de mamá, un gatito, de apenas días.
Después de la siesta, los gatitos eran dos, sobre la alfombra roja en la que suelen volar los juguetes. Fidel mezcló entonces entusiasmo con celos. Les sonreía, pero quería que el mundo le devolviera el centro. Viaja de los brazos de Jime a los libros para pintar. Abre uno de los libros. Es la última página de El Mago de Oz”. Desde lejos puedo ver el dibujo. Es la figura Dorothy. Detrás se ve una casa. Más arriba, desde lejos, aún sin anteojos, puedo leer: Qué bueno que es estar de vuelta en casa, Toto”. Vuelvo a mirar a la gata. Aun sin nombre, lo sabe todo. Incluso el lugar donde había olvidado mis anteojos. Esos de ver milagros.